domingo, 18 de diciembre de 2016

Mi primera decepción amorosa

Ella era de estatura baja y piel blanca. El cabello se lo dejaba corto, con una colita atada con una cinta. Su deporte favorito siempre fue el vóley. Nos llevaba a la playa por las mañanas para acompañarla en sus rutinas. Se ataba unas bolsas con arena a los tobillos para que los resultados de sus esfuerzos en sus ejercicios sean mayores. Casi siempre estaba riéndose de las cosas que pasaban. Cuando mamá la reñía era el único momento en que se ponía seria.
No recuerdo el momento exacto en que María llegó a la casa. En cambio, lo que viene a mi memoria son aquellas interminables épocas en las que por las noches, cuando se iba la luz por las constantes explosiones que los terroristas provocaban, todos la rodeábamos en torno a la mesa para que ella empezara a contarnos muchas historias. Su voz era melodiosa y la modulaba de acuerdo a lo que el relato requería. Cuando empezaba a narrar, toda la realidad desaparecía. Su voz abarcaba tal musicalidad que sola, podía generar suspenso, rabia, miedo o alegría. No podías ir a ningún lado porque la magia de la historia te absorbía.
Las explosiones de las bombas eran temidas por todos mis amigos en el barrio Ferrocarril: El Chino, el Wawa, Epa, Reve, el Muelón, todos ellos las temían porque por su culpa, debían volver a sus casas, yo las amaba, también iría a casa y María nos contaría una historia.
Nuestra mesa se encontraba en el medio de la casa. Sus cuatro patas eran de fierro unidas a un armazón sobre el cual descansaba el tablero rectangular de melamine marrón que tenía bordes de aluminio plateado. Para llegar a ella, debíamos atravesar un callejón de diez metros que dividía la casa en dos partes. Él daba a una ramada que usábamos de comedor. Mamá la había acondicionado durante el verano para aprovechar el poco viento que durante esa época nos podía refrescar. Le quedó tan bien que decidió hacerla permanente. La cocina estaba ubicada al lado derecho de mi habitación. Frente a ella se encontraba el baño y entre ellas la habitación de mis hermanas y la de mis padres. En en centro de todas estas estaba la mesa. Una banca larga, medio endeble nos permitía acomodarnos a tres de nosotros, para los demás existían sillas de junco o baldes a los que le dábamos vuelta para poder ubicarnos. El sitio de honor, el centro de la banca, le correspondía a María.
Todos guardábamos silencio y María empezaba... Había una vez... en algunas ocasiones eran historias sobre las aventuras de su papá, que vivía en una chacra y que tuvo la suerte de derrotar una infinidad de veces al diablo. Otras, cuando mis padres no estaban, nos contaba sobre sus pecaminosos amores con el Chato, aquel diminuto enamorado de muy mal humor que la hacía pasar por mil decepciones pero al que siempre terminaba perdonando y reconciliándose haciendo el amor de múltiples formas.

Un día, María salió de noche, tenía una reunión con el Chato. La vi muy ilusionada. Siempre que salía a ver a su enamorado, irradiaba felicidad, verla era agradable porque con sus bromas y ocurrencias nos arrancaba muchas carcajadas. No sé a qué hora regresó, estuve dormido en el mueble que había en el cuarto de mis padres. Me despertaron unos sollozos. Me froté los ojos mientras me adaptaba a la penumbra. Agucé el oído para poder saber lo que conversaban. María era la que lloraba, parecía que su relación había llegado a su fin, según pude escuchar, el Chato la trató mal. Él la estuvo engañando, ella se había enterado por una amiga antes de que se encontraran y, cuando lo vio, le reclamó todo. Ella deseaba que se lo niegue pero él se lo confirmó. Le dijo que si ella deseaba podían seguir, la única condición era que acepte la relación que él tenía. Ella se puso a llorar. Le dijo que no podía hacerle eso, que lo amaba, que todo su mundo giraba en torno a él. El Chato ni se inmutó. Le dijo que lo piense y le pidió que se vaya.
Mamá la abrazaba por los hombros, María estaba encogida en su llanto. Las lágrimas caían y sus ahogos se hacían más evidentes. Mientras la escuchaba, imaginaba que era otra de sus historias. Sentía la misma musicalidad. Toda la realidad empezó a desaparecer. María, sin desearlo, me había contado su mejor historia. Cada detalle se dibujó en mi mente gracias a sus palabras. Ella lloraba y yo, su eterno oyente, hasta hoy, sigo viajando en medio del recuerdo de esa historia, a ese mundo en el que a ella le tocó ser un personaje que, por desgracia del destino, tuvo que padecer un triste desenlace. Hoy, años después, siempre recuerdo su relato como mi primera decepción amorosa.

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