jueves, 18 de abril de 2024

🔴🟢 De cuando tuve que buscar algo con el alma

En el centro de Barranca, donde hoy se encuentra la Casa de la Cultura, hace casi tres décadas, se ubicaba el lugar donde se inscribían los postulantes a la Unasam. En esa apoca, como ahora, me costaba tomar decisiones radicales. Cuando me presenté ante la secretaria que atendía ahí, su mirada inquisitiva me abreviaba la secuencia de consultas que había planeado hacer, preguntas como qué carreras había, o dónde estaba la sede, también había consignado preguntarle cómo sería un examen de admisión o si había algún truco para poder sortear las preguntas que tendría que responder.  Ella me miró y me dijo, con la más fría actitud que si iba a letras o ciencias. Lo primero que vino a mi mente fue que durante la secundaria, lo que, como todo estudiante de mi generación odiaba las matemáticas y todo lo que se le pareciera, así que opté por Letras. Me sacó un cuadernillo que tenía como tenor en la cubierta la palabra LETRAS con moldes hechos a mano y con plumón rojo, donde figuraban quienes ya se habían inscrito previamente.

- ¿Qué carreras hay?

- Solo Derecho y Educación con especialización en Lengua y Literatura.

En la primera hoja decía INSCRITOS PARA DERECHO. Sin que yo se lo pida, empezó a pasar las hojas una tras otra. Yo contaba en silencio.

“Una, dos, tres, cuatro…”. En la quinta hoja, los inscritos solo llegaban a la mitad de la página. De pronto, llegó a una que tenía el membrete de Lengua y Literatura con lapicero rojo. Solo tenía una hoja que no llegaba a los cuatro inscritos. En ese momento recordé a mi tío Alí, quien fue mi profesor en el colegio Billinghurst durante mis últimos años de estudio. Él, en esa época, había concluido la carrera de Derecho y le empezaba a ir muy bien. Yo, desde mi lejana adolescencia, había decido seguir sus pasos. Primero sería profesor con la esperanza de aprender a analizar bien los libros y luego me lanzaría a la carrera de jurisconsulto. Cuando vi la diferencia de inscritos en las dos carreras, y guiado por mi cobardía, decidí anotarme en la que planeé desde el principio sin recordarlo hasta ese momento.

A la semana, tuve que asistir al Ccalamaqui para empezar a recibir mis clases, clases que tendría que aprobar para ingresar a la universidad. Esa fue una buena época, pues me permitió conocer amigos que me han durado una vida.

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Horas después de dar el examen final, cuando yo estaba en casa, echado plácidamente en mi cama, de pronto llega papá con un raro semblante que evidenciaba congoja, me miró antes de mostrarme la boleta de notas, que cuando vi me di cuenta que, a pesar de no haber estudiado nada, solo había jalado una materia: Biología. Para mí era un pequeño triunfo, pero parecía que papá no lo veía así.

- ¿Qué significa esto?

- No te preocupes, pa’.

Ese, según recuerdo, fue uno de los pocos reclamos que papá me hizo en toda su vida. Pero al margen de eso, la promesa estaba echada. El examen de recuperación sería en una semana. Dentro de mis limitaciones académicas de aquella época, pude pasar el examen sin muchos problemas. Ingresé a la universidad sin esforzarme mucho. La época de la universidad fue de completo relajo. Nunca supe cómo pude haber terminado la carrera, pero lo hice.  Ese tiempo que invertí en mi formación, hasta ese momento, no tuvo ningún fruto en el sentido que no me sirvió para darme cuenta de que lo que había elegido era lo correcto.

De pronto me descubrí como un egresado que no deseaba ejercer la carrera. Mamá y papá me presionaban para que saque el título para empezar a trabajar, pero yo me hacía el desentendido. Pasaron las semanas, luego los meses y, finalmente los años, y nada de lo que me decían tenía importancia para mí. Mamá reflexionaba conmigo. Papá, menos severo, se resignaba a ver a su único hijo varón, el primer profesional de su prole, vagando por el mundo sin un rumbo que lo haga sentir orgulloso.

En eso estaba, tratando de huir de mi destino, cuando nació mi hija mayor en Chile. Con ella, se vino un cúmulo de responsdabilidades que me hicieron dar cuenta de que tenía que ver la forma de conseguir dinero. Lo mío nunca fue trabajar con las manos. La vida me hizo un soberano inútil, así que la única opción era empezar a ver lo de ser profesor. Un día, tomé mi orgullo, lo guardé en el cajón en el que guardo las cosas que no sirven, y me fui en busca de papá y mamá una vez más. Cuando terminé de decirle que ahora sí sacaría el título, ambos no tuvieron el más mínimo inconveniente en volver a apoyarme… una vez más.

Con título en la mano, di mi examen para conseguir una plaza docente. No me fue mal. Empecé a ejercer en el mismo colegio donde estudié mi secundaria. Allí me reencontré con mis antiguos profesores, ahora colegas. Todo iba bien, pero yo seguía sin querer ejercer. Entre idas y vueltas, los años empezaban a pasar. Cambié de colegio. Me fui a una pequeña escuela rural situada a pocos minutos de la ciudad. Cuando llegué por primera vez, noté que estaba llena de necesidades. Le faltaba todo. Eso fue el año 2012. Ahí conocí nuevos amigos. Personas maravillosas que me mostraban con orgullo lo buenos docentes que eran. A mí, en cambio, solo me mantenía en la profesión la enorme necesidad de ser el proveedor de la familia. Cada centavo que ganaba, que en esa época era muy poco, como ahora, iba al fondo familiar para desaparecer en el mercado y en la farmacia.

Los años pasaban mientras mi frustración se incrementaba directamente proporcional a mi deseo de dejarlo todo. Al amanecer de cada día sentía que el cuerpo me pesaba cuando me levantaba y pensaba que tendría que volver al colegio. En ese tiempo, mi rutina se había duplicado, pues trabajaba en dos colegios porque las necesidades se habían duplicado, ya que mi hija, como manda la naturaleza, creció. No era feliz. Sufría mucho. Mis sueños eran otros y veía el hecho de ser profesor como una enorme barrera para alcanzarlos.

De esta manera, los años iban pasando. Primero uno; luego, otro y otro más. Casi todo el cabello se me había caído. Las canas, que al principio fueron muy pocas, con el tiempo, cubrieron mis sienes. Todo había cambiado. Durante ese tiempo, a pesar de que no deseaba estar ahí, revisaba materiales y observaba a colegas porque deseaba mejorar mi forma de trabajar. Investigar siempre fue algo que llevé en el alma, producto de las charlas que siempre tuve con mi padre. Cuando me planteaba un tema o me surgía una duda, no paraba hasta saberla completamente. No deseaba seguir en la carrera, pero mientas estuviera en ella, trataría de hacerlo, al menos, decentemente.

El tiempo seguía pasando. Mi percepción de esa evolución era favorable. De pronto, un día como cualquier otro, llegó Yeni, la especialista de la provincia, a supervisar mi clase. Al entrar al colegio, César me avisó que teníamos visita. Como tenía la primera hora libre, me fui directo a la biblioteca a revisar mis apuntes para la clase del día. A medida que pasaban los minutos, el nivel de tensión también se elevaba.

Desde el primer día que ingresé a un aula de clases hasta ese momento habían pasado cerca de trece años, sin embargo, a pesar de que me habían supervisado muchas veces, yo sentía en mi corazón que, esa vez, tenía algo diferente. No sabía qué. De pronto, sonó el timbre que indicaba el cambio de hora. A Yeni, la encontré de camino a mi salón. La saludé como si nada me importara. Yo no lo sabía en ese momento, pero, en realidad, nada me importaba. Al ingresar al salón, se dirigió a la parte final para que, desde allí, observar mi clase. En la medida en que se colocaba en el lugar que había elegido, mi percepción de ella se desvanecía. De pronto, me olvidé que estaba allí. La clase transcurrió con total normalidad para mí.

La percepción del tiempo fue relativa. De pronto, sonó el timbre. La clase terminó. Ella, después de 90 minutos, volvió a aparecer frente a mis ojos en la misma medida en que se ponía de pie para tomar la palabra. Yo estaba excitado, como me sucedía siempre que terminaba una clase en los últimos tiempos. Antes de cruzar la puerta del solón, me dijo que me esperaría en la biblioteca.

Cuando desapareció de mi arco de percepción visual, los chicos se pusieron de pie mientras me aplaudían. Incliné levemente la cabeza para mirarlos algo consternado. Tomé mis cosas y, a pesar de que tenía clases a continuación, me dirigí al lugar donde me esperaba Yeni. La saludé y me senté a su lado. Empezó a hablar durante algún tiempo de asuntos técnico administrativos que no entendí bien. Hasta ahora, no recuerdo nada de esa parte. Mi mente mantiene un silencio algo sospechoso sobre el asunto. Vacío. Nada. Solo recuerdo la frase con la que terminó su disertación.

- Toñito, cómo disfrutas. Se ve que amas lo que haces.

No recuerdo más. Trece años con sus días tuvieron que tardar para poder encontrar algo a qué asirme. No sé si tuve que buscarlo con el alma o es que era cuestión de tiempo para que mi vida, después de más de cuarenta y cinco años, al fin, tenga algún sentido.


viernes, 2 de febrero de 2024

🔴🟢 Nunca fui un prodigio de nada

 Nunca fui un prodigio de nada. Tenía cumplidos quince años hacía meses cuando terminé la secundaria. Los últimos años antes de eso, me la pasé desperdiciando mi vida inútilmente. Cada fin de semana era de completa borrachera y descontrol. Mamá siempre tuvo sospechas de mi mala vida. Papá lo sabía y me apoyaba. Su amor por mi no tenia límites. El colegio era un cuesta arriba que asumía cada mañana de día laborable porque no tenía otra opción. Despertarme, tomar el menesteroso desayuno matutino, encaminarme hacia la sección B desde primero hasta quinto y, luego, una vez llegado, sentarme a escuchar a mis maestros que se esforzaban porque entienda no solo la clase sino, además, que solo la educación podría cambiar mi mundo, hacía de mi vida un eterno trabajo de Sísifo. El primer año no fue tan complicado, tal vez porque iniciaba el descenso sin darme cuenta. Muchos de los profesores nos comentaban que éramos una de las pocas secciones en la que podían trabajar tranquilos. Ellos pensaban que nuestra pasividad era símbolo de atención. Yo pienso que era que muchos teníamos una vida nocturna muy efervescente. Tanto era nuestro descontrol que a la mañana siguiente solo deseábamos que no existiera nada, o nada que enfrentar.

Lo curioso es que no recuerdo una vez en la que haya compartido alguna bohemia con alguno de mis compañeros de aula. Con Peña me encontré años después en una reunión en la que terminé dando pena ajena. Pero eso fue durante mi época universitaria. Mis salidas durante la época escolar fueron con la gente de mi barrio. Con ellos empecé a conocer Barranca por las noches. Vienen a mi memoria nuestras salidas a discotecas como El fogón, La quinta encantada, La cabaña del tío Tom. Hoy todas sepultadas en la memoria de aquellos ochenteros que disfrutamos de aquella época. Lo curioso es que pocas veces nos poníamos a bailar, bueno solo cuando las chicas del barrio aceptaban salir con nosotros. Hacíamos entrar licor barato en bolsas que escondíamos entre los pliegues más ocultos del pantalón. Algunas veces éramos capturados y expulsados por esa semana de la discoteca. Cuando lográbamos hacer entrar el trago, buscábamos botellas de cervezas vacías y vertíamos el contenido de las bolsas en ellas. Luego, empezaba lo bueno. Ñingo, Cohique, Javier, Epa, el Gorgo, Joni, Dani… en fin. Cuando se acababa el trago, se acababa la diversión. Volvíamos a casa. Al salir, el aire nos afectaba a algunos, entonces empezábamos a potar todo el estómago. Cada dos o tres cuadras nos deteníamos por lo mismo. La tropa con paso de zombies seguía su curso sin detenerse por quienes nos retrasábamos. Serían entre las dos o tres de la mañana. Cada uno, al llegar a la puerta de su casa, trataba de entrar sin hacer el menor ruido. Muchas de nuestras madres, precavidas de eso, trancaban la puerta de acceso a las viviendas. A los desafortunados no nos quedaba otra que trepar por las paredes de las formas que pudiéramos dadas las condiciones. No pocas veces, quienes se iban alejando tenían que volver para ayudarnos. En ese momento, la ‘patita de gallo’ se transformaba en el salvador del desventurado. Una vez adentro de la casa, empezaba el proceso de levitación para no despertar a mamá. A la mañana siguiente, ella se encargaba de despertarnos lo más temprano posible como venganza por haber ingresado a casa sin que ella lo note.

Al inicio, esa escena se repetía cada vez que salíamos, pero después, mamá lo hizo a diario. Por eso, llegar al colegio era todo lo que un chico de mi generación era lo que menos deseaba. Como dije, en primero no me fue tan mal porque recién empezaba el cuesta abajo. Pero desde segundo hasta quinto fue martirizante. Hasta ahora, nadie sabe cómo terminé el colegio sin haber llevado cursos. Ni yo mismo lo entiendo. Ahora que soy profesor, y veo hacia atrás, imagino que para mis padres no fue tan sencillo batallar conmigo cada día. Sus charlas en la mesa cada vez que había oportunidad fueron, en ese momento, para mí, como golpes directos a mis oídos. Consejos y arengas. Palabras de aliento y carajeadas que solo trataban de encaminarme. Yo siento que ellos peleaban mucho porque ninguno daba en el clavo para enderezarme. También creo que lo de ellos fue un trabajo a largo alcance. En ese momento no estaba preparado para asimilar todo lo que decían. Pero todo eso se fue almacenando en alguna parte de mi ser. Algún día, cada una de sus palabras y miradas de apoyo cobrarían sentido. Nadie sabía cuándo. Nadie.

Actualmente, mi hija mayor tiene quince años. Es una bella persona. Tiene sus metas claras y ha alineado sus objetivos para poder cumplir sus sueños. A su edad, ha logrado muchas cosas que yo a la suya ni imaginaba que podían lograrse. La veo a mi lado y siento que, cada lágrima que mis padres derramaron, frustrados, tratando de formarme, cobra la dimensión que empezaron a bosquejar hace más de tres décadas conmigo.

Todavía veo a papá en la cabecera de nuestra mesa aquellos lejanos años ochenta secándose el sudor por no explotar contra mí por las noticias que le daba mamá sobre mi inconducta. Sonrío al sentir que mamá me abrazaba mil veces cuando me encontraba renegando por sentirme un miserable bueno para nada. Los veo desde esta distancia y siento que no me estaban enseñando a ser un buen hijo (eso estaba perdido para siempre), me estaban mostrado cómo ser un buen padre y mi regalo para ella será (mi padre me dejó hace algunos años) entregarle en mi hija a un ser maravilloso que ellos me ayudaron a formar hace décadas cuando yo sentía que nunca fui un prodigio para nada.