Domingo 17 de marzo de 1963
11:26 a. m.
Corría deseperado como si la vida le valiera en ello. Cayó de bruces
contra el suelo mientras un grito desgarrador tomaba fuerza en sus
pulmones para explotar en la inmensidad. El bus se alejaba lentamente
pero a él le parecía todo lo contrario. Cuando levantó la cabeza, las
lágrimas que bañaban su rostro le indicaban que no era momento para
darse por vencido. Se puso de pie a trompicones, las lágrimas no lo
dejaban ver con claridad. Corría. Corría con toda la fuerza que sus
piernas le permitían, pero, aun así, no podía alcanzar aquel bus que
alejaba, quien sabe para siempre, a su pequeña hija.
Cuando los perdió de vista, empezó a detenerse lentamente hasta caer
sobre sus rodillas. En ese momento, sintió que todo lo que había dicho
caía sobre él con tanta fuerza que no podía moverse. Cada lágrima
derramada lo acercaba mas al suelo. Deseaba morirse. Fundirse en la
tierra.
Jueves 11 de abril de 1957
Rosalinda estaba algo inquieta, sus ojos alegres y su sonrisa de niña se
había suspendido en una misteriosa pausa que las personas que la
conocían no comprendían. Toda lo que miraba adquiría otro sentido. Las
nubes, los árboles, los pájaros. Siempre fue feliz. Fue feliz cuando
nació su hermano menor y ella dejó de ser la hija mimada y única. Fue
feliz cuando su mamá le dijo que tendría que acompañarla a pastar el
ganado. Siempre sonreía con aquella sonrisa de las niñas de la sierra
tan carasterístico. Con ojos infinitos y labios congelados en una imagen
de entrega al mundo. Fue feliz cuando su padre le dijo que no podría
seguir estudiando porque tendría que ayudar con la labores de la casa ya
que la familia había crecido y mamá no se daba abasto. Siempre fue
feliz.
Pero esto era diferente.
Lunes 15 de abril de 1957
Se encaminó por el sendero que la llevaría al encuentro con Fausto.
Estaba decidida. También él debía de saberlo. Sus noches de angustia
habían concluido con la conversación que tuvo con doña Licha. La anciana
había vuelto al pueblo después de algunos meses. Se cruzaron el día
anterior, y en solo unos segundos Rosenda confirmaría por su boca, lo
que tanto le preocupaba.
- Estás embarazada- afirmó la anciana con solo mirarla.
Rosalinda bajó la mirada ruborizada y no pudo evitar que una lágrima
rodara por sus mejillas. Fue, en ese preciso momento que, por primera
vez, sintió que algo crecía dentro de ella. Fausto debía saberlo.
Se detuvo frente al portalón. Dudo. Por segunda vez sintió su vientre.
Una sensación íntima. Imperceptible. Si las mujeres no tuvieran ese
famoso sexto sentido, jamás experimentarían esa emoción que al mundo de
los hombres les es ajeno y que desde el primer momentode la concepción
las hace madres. Ingresó al patio y lo llamó con una voz tan fina y
dulce que ya el gorrión o la calandria quisieran asemejarse, con su
canto, un poco a ella.
Eran las diez de la mañana. Mañana iluminada por el tibio sol de primavera serrana.
Ponce ingresaba, en ese momento, por el portalón que momentos antes
había cruzado Rosalinda. Ella, sabiéndose fragil, corrió a fundirse en
un abrazo con su amado; un abrazo que la protegería, a ella y a la
criatura que tenía en su vientre.
Sus ojos. Ponce la observó. Sus ojos. Quedó desconcertado. Sentía que en
ese abrazo ella se había apoderado de todo su ser. El protector quedó
prisionero de aquella mirada. Trató de separla tiernamente a lo que ella
se resistía con todo el amor que podía.
- ¿Qué pasa, Rosalindacha? - le dijo, tratando de que su voz no la lastime.
- ¿De verdad me amas? - preguntó ella, pensando que con la respuesta que dijera Fausto, se le hiría la vida.
- ¡Qué pregunta, mujer! Si sabes que mi vida vale menos que esa mirada tuya.
- ¡Dilo! ¡Dilo! - ella ya no pudo más y se desvneció entre sus brazos.
Fausto observaba que la mujer que amaba, atrapada entre sus brazos,
imploraba, sin sentido, que dijera palabras que jamás le había
reclamado. La atrajo hacia su pecho, fuertemente, como deseando fundirla
en su cuerpo.
- Te amo, te amo desde aquel día en que vine al pueblo y decidí no irme
más. Te amo desde el día que me permitiste besar tus labios. Te amo
desde aquel día en que escuche de tus labios que me amabas. Te amo desde
siempre. Y te amaré hasta el último día de mi vida. Te amo. Te amo. Te
amo...
Sus lágrimas se desbordaban como los causes de dos ríos. Cada momento
por el que atravesaron antes de conocerse, parecía no haber existido.
Sentía que sus vidas cobraban sentido a partir del momento en que se
conocieron.
- Estoy embarazada. - dijo en un hilo de voz, mientras los latidos de su
corazón aceleraban al punto de que Fausto podía escucharlos
perfectamente.
Viernes 22 de noviembre de 1957
- ¡¡¡Mujer!!!, Fausto, fue una hermosa niña... es igualita a ti, hijito.
Martes 24 de febrero de 1963
- ¡Oe, Chancletero! jajajajajajajajajaja... ¡Hombre! ¡Va ser Hombre!
Jajajajajajajajajajajaja. ¡Guarda a tu hija pa mi Julián!
Jajajajajajajajajajajajajaja.
Fausto quedó mirando fijamente al Pishpico. Hasta ese momento, nadie le
había criticado nada sobre su hija. Él se había mentenido en silencio.
Tratando de asimilar el impacto que significaba tener una mujer como
primogénita. En el fondo de su corazón no estaba feliz. A veces, por las
tardes, se sentaba al final del acantilado, aquel lugar en el que
tantas veces había compartido con Rosalinda. Se pasaban horas mirando el
atardecer. Compartían juntos tantos sueños. Ella traería al mundo a
todos los hijos que Fausto deseara. Los cuidaría con mucho amor y ellos
serían un ejemplo para la comunidad.
- Cuatro - dijo Ponce.
- Pero dicen que duele mucho traer a los hijos.
- Yo quiero cuatro.
- Y no te conformas con unito, mira que se va a parecer a ti... así de fuerte y bueno.
- ¿Uno?
- ¡Sí, unito no mas! ¡No seas malito!
- ¡Pero que sea hombre!
- Ya...
- Yo me lo llevaré a la chacra y le enseñaré a trabajar la tierra...
será como yo: Un hombre del campo... todo lo que consigamos será para
él. Se llamará Luis Marcel.
- Así será, pues...
El viento soplaba suavemente sobre su rostro. Miraba aquel lejano
horizonte... aquel horizonte que prometió alcanzar y traer ante sus
pies. Hoy el horizonte parecía sonreírle tristemente, porque lo veía sin
fuerzas, sin energía, sin sueños, sin nada. Se había transformado en un
hombre vacío. La mayor parte del día la pasaba afuera. No quería
regresar a casa.
- !Porquééééééé!
Miró al cielo y sintio que una lágrima recorría su rostro. El viento
seguía soplanto pero ahora lo hacía con algo de fuerza. Las palabras del
Pishpico le dolían mucho. No soportaba la idea de tener una hija mujer.
No.
Sábado 08 de marzo de 1963
Los niños del pueblo se arremolinaban al rededor de unos forasteros que
llegaban al pueblo. Este acontecimiento, que se daba pocas veces,
generaba siempre la misma revuelta. Un hombre alto, vestido de traje,
ingresaba con su señora por el corredor Occidental de la Plaza Mayor del
pueblo. Las maletas que estaban en la parte de arriba del ómnibus,
estaban llenas de polvo. La malla que las cubría solo aseguraba que no
se cayeran, mas no las protegía de las inclemencias de la geografía.
Rodolfo era un hombre apuesto y bien conservado. Pero fue Carmen quien
causó mas revuelo al bajar del auto. Tenía la piel blanca, los cabellos
castaños y una sonrisa que la hacía asemejar a un ángel... los niños la
contemplaban ensimismados. Ella levantó la mano para saludarlos y les
regaló una sonrisa.
Fue muy gracioso ver un ángel tan bello coger una gran maleta y jalarla
mientras conservaba toda la dignidad de una mujer acostumbrada a los
lujos. Los niños seguían cada movimiento que hacía sin saber si ayudarla
o quedarse así: admirándola.
El tirón que le dio a la maleta hizo que ésta se desprenda del grupo
mayor. Ella no controló el hecho de que todo estuviera tan suelto y
terminó con algunas cosas por el suelo, incluso ella. Carmen, ya algo
incomoda de que nadie se haya dignado socorrer a dama tan distinguida se
puso de pie por sus propios medios y mientras se sacudía el vestido, su
esposo se apresuraba a ayudarla, a la vez que se reía ante las cosas
que le sucedían a su hermosa mujer.
Cuando Rodolfo estaba cerca de ella, un niño se animó a romper el hielo en el que se encontraban los presentas.
- ¿La ayudo señora?
- Por favor.
- ¿Por favor, qué?
- ¡ Ayúdame, niño!
El niño asustado se apuró a recoger las cosas que estaban tiradas en el suelo.
Ese fue el magestuoso ingreso de los Gonzales Del Solar a la comunidad de Llorente.
Lunes 15 de marzo de 1963
- Así que mi abuelita ya murió. Y pensar que hicimos todo este recorrido por conocerla.
- Si Rodolfito. Ella se fue con el Señor hace años. ¿Qué, tu mamá no te lo dijo?
- Ella también murió hace muchos años...
- Noooooo... mi hermanita... mi bebé... nooooooooooooooo...
Ambos se abrazaron fuertemente unidos en ese dolor que hermana hasta a desconocidos.
- No sabes cuánto me dolió, tía. Todo lo que tuve que pasar desde ese
día. Jamás pense que algo podría doler tanto. Mamá y yo éramos muy
unidos. Habíamos planeado venir juntos a conocer Llorente. Hice este
vieje por ella. Siempre me hablaba de ustedes... ustedes eran su vida.
Vivió pensando en regresar. El Señor no lo quiso.
- Hijito... Dios mío... Cuánto lo siento.Tú eres lo único que tengo de ella. No te vayas. Quédate con nosotros.
- ¡Qué más quisiera yo, tía! ... no puedo. Tengo una vida en la capital.
Jueves 16 de marzo de 1963
Rodolfo se sentó sobre el poyo que estaba a la salida de la casa donde
se estaban quedando. Varios días había observado cerca del abismo a un
hombre bajito y muy delgado. Su andar era triste. Sus pasos pesados
contrastaban con la ligereza de su cuerpo.
Se puso de pie y caminó lentamente hacia aquel hombrecillo enjuto, debilitado y de triste figura por sabe Dios qué.
- Hola...
El hombrecillo parecía petrificado en la cornisa de aquella milenaria
muralla de piedra. Si se le viese a la distancia parecería fundido al
paisaje, pero no era así. Fausto estaba fundido a su pena. Lentamente
giró la cabeza hacia la derecha, nunca lenvantando la mirada, sus ojos
estaban cargados de una tristeza que nada en el mundo podría
sostenerla... menos un esmirriado hombrecillo. Rodolfo, que se había
acercado de manera entre infantil y gatuna, sintió que Fausto, en ese
interminable giro, lo había absorvido en su ser, y sintió que una
especie de sudor frío recorría sus extremidades, que era atizado por el
viento de la pampa. Rodolfo supo que el viaje realizado hasta aquel
lugar adquirió sentido en ese momento. No había cruzado la mitad de Los
Andes para enterarse de que su abuela estaba muerta. Ese hombre, al
borde del abismo, de alguna manera, generó aquella sencilla odisea sin
proponérselo.
- ¿Qué quiéres?
- Soy nieto de la finadita Filomena, la mamá de la señora Chona.
- ¿Qué quiéres?
- La verdad, no sé. Solo me acerqué hasta aquí. Lo demás, no sé.
- ¿De dónde eres?
- De dónde vengo, creo que no interesa mucho en este momento, ¿no te parece?
- La verdad gringo, no creo que algo me interese en este momento. ¿Qué
quieres? Vienes aquí... no sé... qué piensas que me quiero matar... jm.
Anda tranquilo, no más.
- Vine aquí para conocer a mi abuela. Me entero de que hace años murió.
- Así es la vida pe... qué creías que iba ser eterna la finadita Filo...
aunque fue buena gente con todos. El pueblo hasta hoy se acuerda mucho
de ella. Conmigo también fue muy buena.
- Sí pues. Tú la conociste, no?
- Sí.
Estuvieron así por algún rato. Rodolfo tratando de buscar qué llevó a
ese hombrecillo a estar allí, de esa manera. Fausto, en cambio, con su
osquedad. A medida que los minutos pasaban, la soliviantada tensión
inicial se tranquilizó.
El viento de la tarde golpeaba los rostros de ambos hombres que habían
iniciado una lucha por mantener sus posiciones. Las nubes dejaban ver
sus tímidos rayos de Sol de media tarde cuando la conversación llegó a
un punto en que el corazón de Fausto sintió que el escudo que lo
protegía empezó a rejarse por el costado más débil.
- ¿Tienes hijos?
- ...
- Mi mujer no puede tener hijos.
No sintió alivio al enterarse de lo que le pasaba a Rodolfo. Fausto
sentía que su tragedia era increíblemente superior a cualquier
padecimiento terrenal. No había nada peor que su desgracia. El viento
manguaba mientras que ambos hombres, en silencio, se miraban esperando
que la conversación continuara. Ninguno podía continuarla. Ambos
dirigieron su mirada al horizonte. Una línea infinita, imperceptible e
inalcanzable, que les permitía comprender que tenían al lado a una
persona que los había obligado a estar en ese momento histórico en ese
fin de mundo juntos sin que ninguno se lo propusiera. Algunos le llaman
destino. Otros azar. Sin duda lo que sucedió allí empezaba a cobrar
sentido para ambos.
- ...
- A ella se le ve feliz, pero no sabes cómo sufre. Cuando éramos enamorados soñabamos con tener una hija.
- ¿Una hija?
Esa palabra de cuatro letras que para los dos tenía una enorme carga
emotiva, pero opuesta en extremo en cada uno, hizo saltar desde el fondo
de sus corazones, una fuerza que no comprendieron.
- ¿De dónde eres?
- Lima.
- Tienes dinero, ¿no?
- He trabajado toda mi vida, he sabido ahorrar. También tengo una mujer maravillosa. Todo sería fantástico si no fuera por...
- Aquí somos muy pobres, como verás. Tenemos que esforzarnos mucho para
conseguir algo. Si es que lo conseguimos, es nada más para sobrevivir.
Esto no es vivir.
- ¿No eres feliz?
- Nadie es feliz aquí.
En ese momento no había odio en la mirada de Fausto. No. Rodolfo trató
de descifrar el contenido de sus ojos, mas fue como entrar en un
ambiente vacío. Triste. Solo se percibía soledad, deseperanza.
A la distancia, dos cóndores planeaban como petrificadas cometas que de
manera inmovil, avanzaban a su encuentro con la inmesidad del horizonte.
Alas extendidas. Poco a poco, la imagen observada por ambos, fue
diluyéndose al mazclarse con el presente de sus ideas. Iban llegando a
un punto en que todo se iba aclarando. Todo empezaba a cobrar sentido.
Los cóndores desaparecieron de sus perspectivas. La tarde casi empezaba a
tomar el color cenizo propio de su inicial ocaso.
Una niña andrajosa y sucia se acercó a Fausto.
- Papito, ya vamos a casa que está oscureciendo.
La mirada de hielo de Fausto se hizo inefable. Giró su rostro mientras
entrecerraba los ojos. Un desprecio colosal se asomó en aquella mirada.
No la quería. No quedaban dudas de eso. Rodolfo, en cambio, no vio los
andrajos ni la suciedad. Vio algo más. Su vida estaba completa. Vio la
pieza que le faltaba a su vida para llenarla de dicha. Vio los ojos de
la niña. Vio una luz que le decía que cada día de su vida lo había
vivido para acercarse a ese lugar. Cada paso andado lo había dirigido a
ese solitario paraje. Estar allí, frente a esa niña, lo volvió un hombre
nuevo.
- ¡Ve a la casa!
- ¿Quién es ella?
- Mi hija.
- Yo podría darle una vida digna.
El hielo de los ojos de Ponce, empezó a derretirse.
- ¿Qué? No sabes los que dices... es una niña, de qué te va a servir.
La Chinita se alejaba saltando alegremente mientras sus sucias manitos
jugueteaban con las flores del camino. Rodolfo la seguía con la mirada
mientras ella se confundía con la tenue iluminación. El hielo había
pasado ya. Empezaba a abrirse una especie de ruta común que ambos
estaban construyendo sin esfuerzo, mas bien con mucha facilidad, pero
sin proponérselo. La niña había ingresado a su casa. Desapareció de sus
vistas, mas no de sus mentes. El corazón de Fausto le ayudaba a decir
palabras que sólo no habría podido. Rodolfo a su vez, perdió la noción
del tiempo. Pensaba en Carmen. Ella se pondría feliz. Cuando partieron
de Lima, ella le dijo que tenía una extraña sensación en el vientre. Él
solo atinó a reírse. Su mujer le salía con cada cosa.
Una mujer es un ser muy complejo. A veces, ni ellas mismas se puedesn
comprender por eso es mejor quedarse callados ante sus ataques de
nadie-sabe-qué. O mejor, sonreírles complacientes. De esa forma uno
puede evitarse mayores pataletas.
En ese momento, él sentía que lo de su mujer no fue finjido. No. Ahora
le sucedía a él. Una sensación algo extraña invadía su cuerpo. Una
mezcla de duda y ansiedad. Esperanza y certeza. Estaba seguro de lo que
sentía; sin embargo, esa seguridad, ante sensaciones tan opuestas era lo
que le generaba confusión. Ahondaba mas sus inextricables emociones
producto de la converación que estaba teniendo y que empezaba a notar
que todo se iba aclarando.
- Dámela.
Fausto empezó a girar la cabeza, de manera rítmica, instintivamente de
manera negativa. Rodolfo lo observaba con algo de incredulidad. No había
seguridad en ese movimiento.
El Sol desapareció del horizonte dejando a su paso un tornasolado efecto
en el cielo. Pensar que las parejas de enamorados buscan este momento
natural para poder compartir, tomados de la mano, ese instante que los
acerca a la eternidad. Ver a dos personas, en aquel instante luchando
contra fantasmas internos, convertía el escenario natural en un
personaje sin vida y sin sentido. Los dos hombres sumergidos en sus
ideas sabían que se enfrentaban a un momento que marcaría su destino.
- Dámela. Nosotros no podemos tener hijos. No tendrímos cómo pagarte. A ella no le faltará nada. Te juro por lo que más quieras que la tendré como una reyna.
- Jm. Las mujeres no sirven para nada. Son carga. Me la vas a regresar
cuando te aburras. Para qué la quieres llevar. A mí solo me trae
problemas. Cómo deseo que no haya nacido. Yo quería un hijo hombre. Dios
me ha castigado.
- Dámela. Yo la quiero mucho. Mi mujer se pondrá feliz. Nosotros no podemos tener hijos.
- Después me la vas a regresar. Las mujeres no sirven para nada.
Y con esas palabras sellaron un pacto. El destino de la Chinita estaba sellado. Seis años.
- Mañana nos vamos del pueblo.
Fausto se alejó del lugar arrastrando los pies. Lo que tenía en la
cabeza era otra cosa. Su mujer le iba a hacer problemas por lo que
estaba decidiendo. Ella, como mujer, no entendería nada. Tendría que
explicarle que la Chinita tendría un futuro mejor que pastar ovejas el
resto de su vida. Ella podría estudiar, mejorar su vida.
- ¡No! Yo te he permitido todo. Mi hija se queda conmigo. Jamás lo permitiré.
Rosalinda reaccionó de una manera que le sorprendió tanto a Fausto que
lo hizo dudar de su decisión. Él la miraba sin saber qué decirle. Ella
gritaba, levantaba las manos. Luchaba. Por primera vez en su vida estaba
luchando con toda sus fuerzas. Fausto sintió que la temperatura de su
estómago iba elevandose lentamente. Cuando tomo conciencia de todo,
Rosalinda estaba en el suelo, medio arrodillada, con el rostro a un
lado cubierto por sus manos. Lloraba. Ahora, su mano también le quemaba.
En todo el tiempo que se conocían, nunca le había golpeado. Ella
sollozaba en silencio. Sus fuerzas se había desvanecido. No podía
levantarse. Él también se arrodillo. La tomó entre sus brazos. Esta vez a
diferencia de aquella en la que le dijo que estaba embarazada, ella no
parecía reclamar su protección.
- Ella va a estar bien. Nada le va a faltar. Piensa en su futuro.
¿Quieres que sea como nosotros?, ¿que pase miserias? No seas egoísta.
Rosalinda escuchaba entre sollozos. Sus lágrimas perturbaban su
pensamiento y no podía asimilar lo que su marido le decía. Qué fácil
hubiera sido todo si hubriera sido hombre, pensó ella.
- No la regales por favor. Es mi hija. No me la quites.
- Algún día lo vas a comprender.
- No.
Fausto no pudo dormir toda la noche. Mil emociones lo atormentaron. Él
sabía que era lo correcto. No entendía lo que le estaba pasando. Su
mujer lloró toda la noche. Él no le dijo nada.
Lunes 18 de marzo 11:05 a. m.
A la mañana siguiente, Rodolfo, estaba esperando al pie del bus.
La Chinita, no entendía lo que estaba pasando. Papá le dijo que se iría
con los señores de viaje y que papá y mamá la visitarían pronto. Ella
no entendía nada. También le dijo que haría nuevos amigos. Ella no
entendía nada. Mamá lloraba mientras su papá le hacía la maleta. Ella
seguí sin entender.
Estaba muy asustada cuando la señora Carmen la cargó entre sus brazos y la llenaba de besos.
- Su señora no vino a despedir a la Chinita...
- Ella se siente muy mal. Pero no se preocupe cosas de mujeres.
Cuando la Chinita subió al ómnibus cargada por Carmen, sintió mas miedo
pero no decía nada. Su papá le decía que todo va a estar bien y que no
se preocupe. Que el señor le va a comprar muchas muñecas y que dormiría
en su propia camita.
Una vez dentro, Carmen sentó a la Chinita en su regazo. Tras despedirse
de Fausto, Rodolfo subió al omnibus. Se colocó al lado de Carmen. Ambos
trataban de que la niña se divierta. Le hacían muecas, la incaban
tiernamente las mejillas, le acariciabana el rostro. Nada. La chinita
estaba asustada. No comprendía nada.
El omnibus empezó su lento avanzar por la carretera que los alejaría de
Llorente. En ese momento, Fausto no quería regresar a su casa. Dos cosas
lo antormentan. No quería ver el rostro de Rosalinda. Tampoco entendía
porqué se sentía mal. El sabía que era lo correcto. Se quedó parado
viendo como se alejaba el bus.
Sin quererlo, sus pasos lo alejaron de ese lugar y lo llevaron a su
casa. Cuando ingresó se sorprendió con lo que vio allí. Su mujer estaba
sentada a la mesa. Lo miraba con lagrimas en los ojos aun. Había una
carta en la mesa. Se acercó lentamente y la tomó entre sus manos. Había
un mechocito de cabello atado con una pitilla sobre ella. La letra era
un manojo de garabatos en los que se podía leer con esfuerzo la
siguiente frase:
"Felis cumpeaños papito sienpe junto"
Levantó la mirada para ver a su mujer y esta no le había quitado los
ojos de encima. Desde la noche anterior, una sensación extraña lo había
invadido y no lo dejaba tranquilo. Las cosas habían pasado tan rápido
que no recordó su cumpleaños. Empezó a recordar tantas cosas. Recordó
que lo primero que dijo su hija fue "papá". Recordo que cuando lloraba
lo llamaba a él. Recordó que cuando regresaba de trabajar ella le sacaba
los zapatos y lo abrazaba. Recordó que siempre le decía que lo amaba.
Recordó que le dijo que cuando sea viejito ella lo cuidaría mucho.
Recordó que cuando tropezó con la silla por venir borracho, ella lo
ayudó a levantarse mientra le besaba la frente y le decía que no llore,
que sea macho. Recordó que una vez le llamó la atención a su mamá porque
no le cosió su camisa.
En ese momento se sintió como un traidor. Le falló a su hija. Le falló a
su mujer. Recordó el ómnibus que en es momento debería estar cruzando
por la salida del pueblo.
11:40 a. m.
Cuando levantó el rostro, el bus estaba muy lejos. Inalcansable. Había
corrido con todas sus fuerzas. Se sintió derrotado. Traidor.
- ¡No! No te dejaré otra vez.
Se puso de pie. Corrió. Cayó otra vez. Se levantó nuevamente. Vio que la
carretera tenía un codo y decidió cortar el camino. Se metió por medio
de los matorrales. La ramas le marcaban el rostro pero ya nada le
importaba. Corría. Cuando llego a la carretera, el bus ya había pasado.
Siguió unos metro mas y se dio cuenta que por esa vía jamás podría hacer
nada. Entonces, se detuvo a mirar todo el trayecto del sendero. Listo.
La ruta era hacía abajo. Hacia allá iría. Bajó. Cada vez que encontraba
la carretera, verificaba que el bus haya pasado. Su rostro evidenciaba
los estragos de los continuos golpes que le recibía de los arbustos.
12.13 p. m.
El omnibus se detuvo frente a él. Se abrió la puerta y subió acelerado.
Como un loco. Mucho tiempo que su cuerpo no experimentaba esa
adrenalina. Se sentía eufórico. Avanzó por entre el medio de los
asientos. Los pasajeros reclamaban por la detención, pero eso a Fausto
no le interesaba. Su hija levantó su carita y ambos se encontraron. La
niña estalló en una explosión de alegría. Saltó de los brazos de Carmen,
rodó por el pasadizo. Su papá se acercaba a trompicones. Cuando
estuvieron uno frente al otro, él la tomó entre sus brazos y la levantó.
- En verdad pensaste que te dejería... jajajajajajajajaajajajajaja.
- Feliz cumpeaños, papito. Siempe juntos.
- Siempre, hijita.
- ¿A dónde vamos?
- A casa. Tu mamá espera para celebrar mi cumpleaños.
- Ya.
- ¿Quieres tener un hermanito?
- Ya, pero solo uno.
- ¿Uno?
- Yo quiero que sean cuatro hermanos.
- Solo uno, por favor, papito.
- Yo quiero cuatro.
- No seas malito. Y ya, que sea hombecito.
- Será lo que Dios quiera.