viernes, 24 de noviembre de 2023
🔴🟢 El abuelo que yo conocí
domingo, 12 de noviembre de 2023
El cine que me dejó
Barranca tenía tres cines en la misma calle principal, pero colocadas de manera equidistante como para que los barrios circundantes puedan acceder a ellos sin necesidad de caminar demasiado. El América se encontraba más al Sur; el Chimú, en pleno centro; y el Casanova al Norte. La primera vez que fui debe haber sido con mis padres a ver alguna película infantil. Ese dato se ha escapado a mi memoria. Los pasillos de los tres se han replicado en los cines modernos. Asientos a modo de anfiteatro griego. La iluminación era efectista porque a los niños que íbamos, nos hacía vivir una aventura llena de adrenalina cada vez que por los intermedios teníamos que ir al baño. Uno salía y, como no se veía nada, nunca sabía cómo regresar. Uno de esas veces, le dije a María, quien era la adulta que nos llevaba a algunos púberes y niños, que iría al baño. Ella me recomendó que trate de fijarme bien en los pasos de subida y la dirección en que estábamos sentados. Lo que no midió ella era que yo, incluso hoy, tengo severos problemas para diferenciar izquierda y derecha, y que los asientos están, de ida, hacía un lado, y de regreso, por ley del espejo, hacia el otro. Con todo y eso, me aventuré. Conté los pasos. Estuve tan concentrado en eso, que de pronto, me vi sorprendido en la puerta del baño. Pasé. Estaba vacío. Hasta ahí todo bien. De regreso, solo se veía la enorme pantalla, también muchas cabezas que emitían silenciosos murmullos en medio del cual empecé a bajar para buscar el lugar de donde salí. Empecé a caminar de vuelta, pero con los nervios, se me olvidó la cantidad de pasos que había contado. El descenso lo hice más lento, tanteando cada paso, tratando de descubrir algún indicio que me haga encontrar a mis amigos. El cine, como cada vez que íbamos, estaba totalmente lleno. Poco a poco, empezaba a caer en la desesperación. Cuando estaba a punto de gritar, una mano me tomó por la muñeca.
- No vayas
a empezar a llorar.
- ¿María?
- Cállate y
camina conmigo.
Las películas
que vienen a mi mente después de tantos años son pocas: El tulipán negro, Lulú,
Parchís, La sonrisa de mamá. Estas fueron durante mi infancia. Para mi adolescencia,
hay dos bloques bien marcados, para esto, hay que tener presente que fue María la
que seguía liderando al grupo y como toda mujer romántica su pasión se volcaba hacia
las películas hindúes, su corazón estaba conquistado por Amitabh Bachchan. Desayuno,
almuerzo y cena eran su tema recurrente. Nos llevó a todos los chiquillos del
barrio a verlo. Yo fui uno de los pocos varones que asistió siempre. No fue por
voluntad propia. Lo que pasaba era que mis hermanas adolescentes compartían su
amor secreto. Así que papá me obligaba a ir. Como nunca me han gustado las
películas cantadas (y las hindúes son la joya de la corana en esto junto a las
animadas de Disney), aprovechaba las dos horas para dormir a pierna suelta.
Cuando los
años empezaron a pasar, los varones conseguimos uno que otro trabajo, con el
dinero adquirido, nos íbamos al cine por nuestra cuenta. Esta segunda etapa me
permitió disfrutar de obras como Rambo 3, las de Van Dame, también muchas otras
de acción. Un dato aparte fue que en estas películas vi por primera vez los senos
de una mujer. En el barrio, mis compañeros alucinaban con esos temas. Yo trataba
de no quedarme atrás, pero en realidad, era un neófito en el tema, así que cuando
ellos hablaban de esos temas, yo escuchaba atento para luego inventarme alguna historia
y no quedar como un cojudo. Fue en una película de acción. El protagonista huía
con la chica, luego, llegó la noche, ella se acostó, la chica dijo que se iba a
bañar, pero en realidad solo se desnudó. Apareció de espaldas a la cámara. Luego,
se le enfocó de frente y… ¡Dios mío! Lo curioso fue que esa vez, como muy
pocas, María había aceptado ir con nosotros. Yo la tuve a mi lado cuando
sucedió todo.
- ¡Que
ricas!
Cuando ella
escuchó mi comentario, solo atinó a lanzar una ligera sonrisa coqueta.
Para entrar
a cualquiera de los cines, teníamos que hacer colas larguísimas. Muchas veces, esperábamos
parados por algunas horas para poder comprar las entradas. A la puerta de las
salas del cine Chimú se apostaban vendedores ambulantes que ofrecían sus
productos a todos los que pasábamos por ahí. El ingreso era una fiesta que
todos disfrutábamos de principio a fin. De niño iba a las funciones de matinee;
en mi primera adolescencia, cambiamos a vermouth; y en la segunda, a noche. Lo que
no cambiaba era la emoción de hacer las colas eternas mientras conversabas, el
griterío de los vendedores, la ansiedad al ir baño, los gritos pidiendo silencio
cuando alguien se ponía a hablar durante la proyección. El mar humano que cada
fin de semana se dirigía a disfrutar de dos horas de películas lo hacía con
alegría y fraternalmente.
La última vez
que fui, fue todo diferente. Mi adolescencia había terminado hacía mucho. Vivía
en Lima y venía de vez en cuando a visitar a mis hermanas y a mi papá. Mamá
estaba en Argentina. María se había ido a Chile. Pelito, cuando llegué, me dijo
que quería ver una película. Para eso, los DVD habían llegado para adueñarse de
una época que fue maravillosa. Fui a comprar el disco, que estaba frente al
viejo cine Chimú. A pesar que era temprano, sus puertas estaban abiertas. Me
adentré con nostalgia al recordar lo que sucedió entre sus pasillos. En la
cartelera, cuyo estilo no cambió en tantos años, anunciaban la película que
quería ver mi hermana. Todavía estaban disponibles las tres funciones. Fui volando
a casa para decirle a Pelito que se aliste que después de almorzar, iríamos al
cine. Salimos a tiempo para ir caminando. Con la ansiedad de vivir todo aquello
de nuevo, llevé a mi hermana casi corriendo. Cuando entré, el corredor estaba
desierto. Al fondo, solo una señora, sentada con una canastita de dulces y galletas,
esperaba al, hasta ahora, inexistente público. Pasamos lentamente hasta la
boletería.
- Dos
boletos.
- Joven, hoy
no habrá función.
- No.
- ¿Por qué?
- No ve que
no hay gente.
Miré a mi
hermana. Ella no entendió mi gesto inefable, solo atinó a pedir que nos vayamos.
Rodeé mi brazo por su hombro y tomamos rumbo hacia la entrada. Bajamos las
breves escaleras y, cuando estábamos a punto de cruzar la pista para ir a
comprar el DVD, nos detuvo una persona.
- ¿Joven,
seguro que quiere ver la película?
Miré a mi
hermana cuyo rostro decía que sí. Nos dirigimos a la boletería nuevamente,
pagué las dos entradas y, sin darnos cuenta, estábamos sentados en las butacas.
Jamás en mi vida he vuelto a sentir el peso de la nostalgia tan fuerte como en
ese instante. Todo vacío, en silencio. Solos mi hermana y yo. De pronto,
apagaron las luces que dieron inicio a la función. Por la mitad, decidí ir al baño.
Regresé al poco tiempo, me senté y, al hacerlo, cayó una lágrima que anunciaba
el fin de una época.
domingo, 26 de febrero de 2023
El bautizo improvisado
El tres de septiembre de 1995 terminó mi servicio militar obligatorio. Crucé por última vez el portón de Contralmirante Mora una mañana soleada de primavera con algunos compañeros, con quienes habíamos compartido durante dos años muchas experiencias que nos harían hermanos para siempre, aunque a muchos de ellos no los haya vuelto a ver más. Pero mi experiencia en el servicio no había empezado hacía dos años. Todas aquellas personas que han hecho vida naval saben que antes de ingresar a hacer servicio activo, tienes que pasar por una rigurosa selección que empieza mucho antes. Esas fechas se han escapado de mi memoria como otras tantas cosas. La mente es así: muchas veces ingrata con los buenos momentos. Sin embargo, a pesar de todo, uno que otro se aferra vivamente a mi recuerdo. Justamente uno en particular viene a mi memoria con insistencia y, para tranquilizarme, tengo que contarlo.
Un buen grupo de chiquillos, casi saliendo de la adolescencia,
nos dirigíamos al Centro Médico Naval para iniciar nuestros exámenes de rigor.
Muchos se quedarían en el camino al no poder cumplir los exigentes requisitos. Fue
la primera vez en que me encontraba en medio de tanta gente a quienes no conocía.
Como todas las veces, siempre hay alguien que logra destacar por su
personalidad ante lo desconocido. Esta vez, para nosotros, fue el ‘Negro’
Ricardo Santamaría. Él era dueño del escenario. Vociferaba. Se reía a
carcajadas. Escenificaba con el cuerpo cada cosa que decía. Todos a su
alrededor reíamos y empezábamos a hacer collera cuando notamos que nos
acercábamos a la puerta principal. De pronto, lo perdí de vista al ingresar al
recinto. Todos tuvimos nuestro primer choque con a quienes se les llama ‘antiguos’.
Jóvenes quienes ingresaron antes al servicio y, por tanto, tenían autoridad sobre
uno. Como todo centro médico, este también poseía pasadizos angostos en los
cuales teníamos que formarnos para entrar a diversos consultorios. Estos ‘antiguos’
eran los encargados de mantener el orden en las filas. Estaban vestidos con el
típico uniforme blanco, el cual corresponde a época de verano. Todos los postulantes manteníamos un orden sacrosanto.
Sin que nadie nos diga algo nos manteníamos en silencio y sin movernos de donde
nos colocaron. Es increíble lo que puede hacer el miedo a lo desconocido. Miedo
incluso a pesar de que éramos una buena cantidad quienes hacíamos las filas. Si
los ‘antiguos’ no hubieran estado, creo que igual hubiésemos mantenido todo en
estricto orden; pero ahí estaban, deambulando como moscas alrededor de nosotros:
al acecho. De pronto, como guiados por un mandato imperceptible, empezaron a hacer
preguntas con ese aire de autoridad que les daba el nimio acontecimiento de
haber entrado al servicio antes que nosotros. “¿Cómo te llamas?, ¿de dónde
eres?, ¿tienes cigarros?”. En nuestras respuestas empezaba a notarse ese tufillo
de terror que tratas de ocultar con sonrisas estúpidas que no convencían a
nadie. “¿Por qué no respondes?, ¿crees que soy huevón?, ¿a quién le has dado mis
cigarrillos, mierda?” En la medida de que los antiguos empezaban a subir el
tono de su voz, empezábamos a entrar en pánico. A pesar de todo, nadie se
movía. En algún lugar se escuchó que a alguien lo golpeaban con la macana que
tenían. En ese momento, un ‘antiguo’ se me acercó. “Así que ustedes son
relajados”. “No, antiguo”. “¡Calla, mierda!”. Sentí un golpe a la altura del
omoplato. Un golpe seco. Cuando volteé a ver al ‘antiguo’, en su mirada había rabia.
Me sorprendió que jóvenes mayores que nosotros por algunos meses, nos golpearan
y trataran de humillarnos sin motivo alguno. Esa rabia la he vuelto a ver,
muchos años después, en algunos de mis alumnos que se nota que están enfadados con
la vida. “¿Me has traído cigarrillos?”. “No, antiguo”. Esta vez los golpes
fueron en el dorso de la mano. El dolor que se experimenta es terrible. En esa
parte no hay músculos que amortigüen los golpes. Cae como una piedra sobre los
huesos metacarpianos. Otra vez. Parecía que sabía dónde golpear para lastimar. Luego
tomó mi muñeca y la separó del muslo donde estaba. “¡Pega la mano, carajo!”. Golpe.
Otro ‘antiguo’ se acercó. El primero me soltó la muñeca y mi mano cayó. Volvió
a hacer lo mismo. “¡Pega la mano, mierda!”. No entendía lo que me quería decir.
Golpe. “Pega tu mano a tu muslo, calichín o te va a seguir gomeando. No seas
huevón”. Entendí. Cuando quiso separar mi mano de mi muslo, ya no pudo. “¡Así,
carajo!”. Miró hacia adelante. Antes de irse con el otro ‘antiguo’ volvió a
golpearme, pero esta vez en la cabeza. Siguió avanzado por entre las filas. Golpeaba
a diestra y siniestra. Sin motivo. Las horas fueron pasando. Los castigos eran
de los más variados. Golpes con el garrote o con los puños. Apagar cigarrillos
en las manos o en el pecho. Cuando por fin terminó todo, pudimos salir hacia la
calle en un desbande superlativo. Los pasadizos arrojaban chiquillos de todos
los colores y tamaños con el denominador común de haber sobrevivido al bautizo improvisado.
Cerca de la puerta del centro médico me volví a encontrar
con Ricardo. Lo rodeaba un grupo que parecía adorarlo. Acusaba ciertos moretones
en el rostro. Su cabello ensortijado fue cortado sobre la frente. A pesar de
eso, él iba muy relajado contando chistes, algunos de ellos los recuerdo hasta
hoy. Hace algunos meses pude contactarme con él después de casi tres décadas. Le
hice recordar la escena de los chistes.
- ¿Santamaría, te acuerdas de eso?
- Claro, Corky. ¡Cómo me voy a olvidar!
- Negrito, ese día todos te admiramos. Todos estábamos muy
asustados al salir. Pensábamos nunca más regresar, pero cuando te vimos sin miedo
y riéndote de lo que nos había pasado, muchos, como yo, por ejemplo, dijimos que
si el Negro Santamaría puede, todos podemos. Nos diste una luz de esperanza,
Negro. Nos salvaste en ese día, por eso regresamos a la Marina.
- ¿Corky, sabes una cosa?
- ¿Qué, Negro?
- Ese día me puse a contar chiste porque me cagaba de miedo.