viernes, 12 de diciembre de 2014

sábado, 8 de noviembre de 2014

Adiós a las navidades...

Era temprano, salí de mi habitación y me dirigí a la sala. El mueble rojo estaba pegado a la pared, frente al televisor. Me senté en un extremo y estuve en silencio sin decidirme a encenderlo. Habrían pasado unos 10 minutos, absorto en mis pensamientos, cuando ingresaron mis padres. Era fines de noviembre y ya se sentía la navidad por todos lados. Mamá y mis hermanas decoraron la casa con los adornos de la época que tenían de años anteriores. Recuerdo que el árbol era de un palo de escoba que ella misma había forrado con papel metálico plateado y las ramas estaban confeccionadas de fierros forrados de igual  manera, con ciertos detalles que lo asemejaban a las hojas. El nacimiento tenía mejor presencia. En esto, yo les había ayudado. Conseguimos unas cajas en la tienda de don Cruz y mamá compró papeles navideños en el mercado. Solo tres porque el presupuesto no era muy bueno. Todo lo colocamos sobre una mesita y lo pegamos en un rincón. El árbol se colocó a un costado. Imaginaba por dónde entraría Papá Noel, si no teníamos chimenea. Mis padres se detuvieron frente al nacimiento. Parece que no se percataron de que yo estaba allí. Hablaban de muchas cosas. no recuerdo cuáles. Hace algunos meses, paseando por el mercado con mamá, vi un carrito azul con llantas negras enormes. Desde ese día, no dejé de pensar en que Papá Noel debería traerme uno. Por eso cuando noté que no teníamos chimenea, me preocupé. Revisaba toda la habitación con la mirada mientras mis padres conversaban sus cosas. Miraba el nacimiento y el árbol. Empecé a recorrer el techo. Mis ojos se hicieron enormes cuando vi una pequeña abertura en una esquina. Era muy pequeña y según había visto, Papá Noel era muy gordo. Ni yo podría pasar por allí. Y si ponía una notita por la parte de afuera en la que pedía a Papá Noel que pase mi regalo por el agujero y lo descienda con una pitita. Yo no me molestaría si no lo encuentraba al pie del árbol. ¿Y si Papá Noel no trae una pitita? Entonces, tengo que adicionarle una pitita a la nota. Esa parte esta solucionada. Ahora,  cómo llego al techo sin que mis padres se enteren y sin que me descalabre en el intento. Eso no sería tan sencillo. Podría hablar con don Walter para que me preste su escalera. Solo tendría que esperar a que mis papás salgan de casa e ir a convencer a don Walter. Le diría que mi pelota - la que no tenía - se fue al techo. La escalera era grande, no podría traerla yo solo. Tendría que decirle a don Walter la verdad para que me ayude. ¿Y si no quiere hacerlo? Bueno, tendría que hacer un trato con él. Le voy a pedir un regalo para él también. Pero debe ser pequeño para que pase por el agujero del techo. Espero que Papá Noel entienda. Mamá y papá seguían conversando sin notar mi presencia. Papá la abrazó tiernamente. Me pareció que ella lloraba. Parecía que a papá lo iban a sacar del trabajo. Pero, eso no era para preocuparse porque él conseguiría otro. Mamá seguía llorando. Papá dijo algunas cosas que me desconcertaron. "Este año no podremos comprarles regalos a los chicos". Lo quedé viendo algo confundido. Sentí que mi corazón empezaba a latir con fuerza. Algo no estaba bien. Por qué decían eso si ellos no eran los encargados de los regalos. Miré el agujero y sentí que se hizo mucho mas pequeño de lo que era. Mis papás salieron de la habitación. No podía moverme. El cuerpo me temblaba. La escalera de don Walter se me hacía tan inmensa que creía que ni él podría cargarla. Y que no lo haría ni por todos los regalos del mundo. Esa navidad, me quedé despierto en mi cama. Quería demostrarles que Papá Noel vendría. Dieron las 12 de la medianoche. Me cubrí totalmente. Nada. De repente, se escucharon unos ruidos extraños en el techo... Cerré los ojos, no quise saber lo que estaba pasando. Cerré los ojos. No quise saber de nada.

lunes, 12 de mayo de 2014

Anita

Recuerdo que ella tenía 14 y yo 15. Nos conocimos por intermediación de un amigo. Yo jamás había tenido una enamorada y ella tampoco. Nos gustábamos pero la inexperiecia me hacía no decidirme a decirle lo que sentía y así formalizar nuestro amor.
Siempre la iba a recoger a la hora de salida de la escuela. Su mamá tenía un negocio en la Plaza Mayor. Ella la visitaba todos los días. Entraba, y como yo era algo tímido me quedaba esperándola afuera. A veces, demoraba hasta 2 horas. Yo no me hacía problemas. Bueno, en realidad me incomodaba un poco, sobre todo cuando hacía frío y llovía.
Una vez le conté a mi hermana mayor mi desventura. Ella me dijo que simplemente se lo diga, que las mujeres a veces se aburren cuando un hombre no le dicen las cosas.
Armado de valor, la busqué al día siguiente. Estuve muy nervioso. Ella estaba como siempre. Tranquila. Este día demoro menos. Unos 20 o 25 minutos. Me dijo qque tenía que presentar un trabajo al día siguiente y que tendríamos que irnos rápido. No había tiempo que perder. Llegamos hasta la esquina de su casa que marcaba el límite invisible de nuestra caminata juntos. La detuve y recuerdo que yo temblaba mucho antes de decírselo. Ella me miraba fijamente algo incómoda, ansiosa a la vez. Tomé todo el aire que pude y en la exhalación solté algunas palabras que iban cargadas de todo lo que siempre había querido decirle. Finalmente, se lo dije. Sus ojos expresaron sorpresa absoluta. Me miró y me dijo que lo pensaría. Que me daría la respuesta el miércoles. Era lunes.
Miércoles por la tarde. Serían las 3 y yo ya estaba listo. Ella saldría a las 6.30. Fui a esperarla a la plaza. Me senté en el mismo banco en el que lo había hecho para esperarla hasta el ese día. No recuerdo el clima que hubo, pero sí recuedo que cuando salió del colegio, ella estaba con su uniforme escolar. Su falda gris con tirantes en el pecho, su camisa blanca y su mochila a una costado. También recuerdo que tenía un chalequito rojo que le quedaba muy bien.
La seguí con la mirada hasta que ingresó a la tienda de su mamá. Muchos alumnos paseaban mientras mi corazón se inquietaba al ritmo del paso del tiempo. Las personas empezaron a ser mas escasas. Pocas quedaban en el lugar. Ningun escolar. Oscureció y no salía. Llegué a pensar que se había ido en algún momento sin que yo me percate. Por primera vez en mucho tiempo decidí ingresar a la tienda. El cuerpo me temblaba de solo pensar que tendría que hablar con su mamá. Mil cosas pasaron por mi cabeza. Tomé la decisión. Me puse de pie y enrumbé en su busca. Habré dado dos pasos cuando ella se asomó y me hizo una señal para seguir esperando. Aliviado, retomé mi lugar en el banco decidido a seguir esperando. Pregunté la hora y me dijeron que eran las 8.25. Sin duda, la paciencia me llegaba del cielo. Media hora después, ella, finalmente, salía de la tienda.
Caminamos hasta el límite invisible del que les conté. Detenidos frente a frente, le dije que me diera su respuesta. Me miró algo triste. Bajó la mirada y sonrió de manera nostálgica. Mi corazón volvía a latir de manera acelerada. No pude decirle nada más. Cuando levantó la mirada, su rostro expresaba resignada calma. Yo esperaba su respuesta. Esos segundos me parecieron una eternidad. Dio un paso hacia atrás con intención de salir corriendo. Mis manos y mis brazos no se podían mover. Ella empezó a girar lentamente con dirección a su casa. Cuando el primer pie avanzó, dejó escuchar un leve sonido casi imperceptible. Al momento que entendía el monosílabo, mis brazos cobraron vida y se lanzaron en su busca. Antes de que salga corriendo, pude tomarla suavemente por el antebrazo. Ella fingió resistencia, a la vez que su mirada se clavaba en el suelo. Le pedí que repitiera lo que escuché.
- Sí, te acepto.

jueves, 24 de abril de 2014

Origen del castellano

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sábado, 19 de abril de 2014

Almas gemelas...

Cada mañana,
en la que el sol se descubre por el horizonte,
una llamada desde no sé dónde
hace que mis pies se descubran
y se asienten sobre mis sandalias.

Un paso tras otro.
Una mano que se encuentra con mis cabellos
mientras mis ojos empiezan a contemplar el nuevo día.

Sentado en la cama,
lo primero que veo
desde hace casi seis años,
es la dulce evolución
de una niña
que llegó desde sabe Dios qué lugar
para adueñarse de mi soledad.

Me acerco lentamente
y siento que eres tú la que me absorbe
en un abrazo infinito
mientras sigues dormida.

Me inclino hacia ti
mientras mis manos vuelan al encuentro con tu rostro.
Imperceptibles,
en ti, una mueca de sonrisa,
que solo yo sé descubrir
y unos ojos míos de lágrimas desbordantes
que solo tú sabes percibir,
se encuentran en un silencioso rito
que nos transforma en almas gemelas
siempre buscándonos,
siempre encontrándonos.






lunes, 17 de febrero de 2014

La caperucita roja

El miércoles 16 de mayo de 1703, un septuagenario Charles Perrault daba su último aliento y París sería el lugar elegido por el destino para el fatal desenlace de una persona que iluminó el mundo con mágicas obras que hasta el día de hoy son alabadas por grandes y chicos.
Jamás imaginé que un cuento publicado hace mas de 300 años podía ser leído cada noche a una criaturita y ésta nunca cansarse de ello.
Así fue. Marghiorie, mi pequeña hija de 5 años (casi 6), que escucha cuentos desde el vientre de su mamá, hizo de este cuento, 'La caperucita roja', de Charles uno de sus favoritos. La rutina era al principio leerle solo uno. No sé en que momento de su corta historia me convenció de aumentar dicha contidad en 300 %, lo que sí sé es que desde hace algún tiempo ella y yo disfrutamos de unas lecturas infantiles cada noche antes de dormir.
La famosa niña de caperuza roja ingresó de modo insospechado en nuestras vidas.
La conversación previa a las nocturnas lecturas era sobre la elección de los cuentos para esa noche. En mi mente se dibujaba la posible respuesta de mi hija. Así que me dirigía a su biblioteca mientras le pedía que me diga que títulos serían los que leeríamos esa noche, suponiendo que dentro de los seleccionados estaría la niña predilecta de Charles Perrault. Ella comenzaba a recitar... primero 'Franklin va a la escuela', segundo 'Chimoc en la selva' y tercero 'La caperucita roja'. Así era el ritual cada noche. Una tras otra. Papá, primero 'Los tres chanchitos', segundo 'Los siete cabritos' y tercero 'La caperucita'.
Se subía a su cama, se colocaba a un costadito y me decía que me apure. Me pedía que me coloque del lado de la pared porque a ella le da frío estar en ese sitio. Me prestaba una almohada y los dos nos tapábamos. Ella hasta el cuello y yo hasta la cintura para poder manipular el libro.
Empezaba el ritual. Tenía que colocar a su alcance los tres libros. Luego, ella elegía el primero que debía leer.
Haber leído tantas veces sus libros me hacía bostezar de vez en cuando. Así que, a partir de eso, surgió una regla: PROHIBIDO BOSTEZAR DURANTE LA LECTURA.
Rara vez se quedaba dormida. Algunas veces sus ojitos vivarachos me miraban mientras narraba la historia de principio a fin. Otras veces miraba atentamente la secuencia de imagenes que ilustraban el libro.
Cuando Charles publicó en 1697 en 'Los cuentos de la mamá gansa' un curioso cuento sobre una niña con caperuza roja, jamás imaginó que mas de tres siglos después en un lugar llamado Barranca, una pequeña niña y su alopécico papá disfrutarían de esa historia una y mil veces.
Pero nuestra relación con el cuento no termina ahí.
Ayer por la noche, Adela, la mamá de mi Marghiorie, que por cierto no es muy debota de participar de nuestras tertulias nocturnas, fue elegida para leer nuestro cuento fetiche. El cerebrito de Adela recibió una dosis extrema de adrenalina y dopamina al saberse en un problema serio para ella. Con la cantidad necesaria de neurotransmisores para generarse una solución al dilema, encontró cómo salir del paso. Dijo a mi hija que ella ya estaba en la edad adecuada para poder leerse sola un libro. Mis ojos adquirieron la forma de dos huevos fritos. La miré como si hubiera dicho una barbaridad. Vi a mi hija y noté que ella tomaba el libro entre sus manitos y se acomodaba en la cama. Asumió el reto. Empezó... Érase una vez... mis ojos huevofritiformes continuaron igual, lo que cambió fue mi actitud. Terminó la primera hoja y pasó a la segunda. ...La casa quedaba en medio del bosque y su mamá... incliné mi cabeza ligeramente mientras mi mente regresaba casi seis años. Aquella primera vez que la tuve entre mis brazos, cuando la sentí tan pequeñita, indefensa y llorona. Hoy, casi seis años después, estaba presenciando un momento histórico para mí. Estaba presenciando su primera lectura de un cuento. Un cuento que fue publicado hace mas de tres siglos. Mas de 300 años hace que un hombre partió hacia la eternidad dejando en este mundo una historia que mi hija, hechada al costado de su mamá, mas de 300 años después, leería por primera vez, ingresando a un mundo que, espero, nunca mas deje.

miércoles, 5 de febrero de 2014

EL PÁRRAFO



EL PÁRRAFO
La Real Academia de la Lengua Española define al párrafo como: "Cada una de las divisiones de un escrito señaladas por letras mayúsculas al principio del renglón y punto y aparte al final del trozo de escritura". Puede contener varias oraciones o frases.


El párrafo es un conjunto de oraciones que unidas desarrollan una idea temática o subtema del texto. El conjunto de párrafos, a su vez, conforman el texto y permiten desarrollar su tema central.
Tipos de párrafo
Los tipos de párrafo se pueden clasificar desde diversas variables:
 Temática
 Técnica narrativa
 Lógica de pensamiento
Párrafo de desarrollo de un tema
Puede ser científico, periodístico, literario, filosófico, psicológico, etc.
Párrafo de técnica narrativa
Puede ser descriptivo, narrativo, dialogado, etc.
Párrafo de pensamiento
Puede ser párrafos de enumeración, de jerarquización (orden cronológico, de mayor a menor, de más importante a menos importante), párrafo de comparación – contraste, párrafo de relación de ideas, párrafo de causa – efecto, etc.

A continuación, el texto presentado permitirá analizar cada párrafo y establecer en cada uno la idea temática y en su conjunto un tema general.

EL NIÑO CALVO
Santiago Roncagliolo

Si usted tiene hijos pequeños, probablemente esté familiarizado con los exitosos dibujos animados de Caillou. Caillou es un niño sin pelo, muy dulce y cariñoso, que en cada capítulo descubre cómo ser feliz junto a su adorable familia. Pues bien: odio a ese miserable.

Caillou jamás grita ni pierde la paciencia ni hace berrinches. Si llueve, se queda jugando en casa. Si no le gustan las verduras, imagina que son golosinas. Si su hermana quiere un juguete, se lo presta. Mis hijos no son así. Cuando quieren algo, berrean. Y se pelean por los juguetes. Y se ponen de mal humor cuando no salen de casa. Así que cuando veo a Caillou, me pregunto: ¿Habré hecho algo mal? ¿En qué me he equivocado? ¿Por qué mis hijos son peores que un maldito dibujo animado?

Por no hablar de los padres. Los padres de Caillou no pierden la paciencia ni por un minuto. Jamás discuten. Siempre tienen una idea ingeniosa de un nuevo juego educativo, que su pequeño recibe con alborozo. Y encuentran magia en cada detalle de la vida cotidiana. Una vez, mi esposa y yo estábamos discutiendo ferozmente y tuvimos que disimularlo porque llegaban los niños. Para no tener que hablarnos –porque en ese momento no nos soportábamos– pusimos a Caillou. Frente a nosotros aparecieron esos padres perfectos, llenos de paciencia, que jamás tenían desacuerdos ni alzaban la voz. Yo me sentí como una cucaracha.

Usted se preguntará por qué, si detesto tanto a Caillou, no apago el televisor. Pues porque no se puede. Los niños lo quieren. Lo piden. Lo exigen. Pueden soplarse diez capítulos seguidos de sus aventuras (y digo “aventuras” por llamarlas de alguna manera, porque nunca pasa nada). Yo intento proponerles alternativas, como (…) Dora la Exploradora. Pero los chicos adoran a ese niño calvo y repelente.

Comprendo que Caillou pinta un mundo ideal a la medida de estos niños. Eso es lo que buscamos en la ficción. La protagonista de las telenovelas es una campesina pobre que trabaja como empleada doméstica, pero siempre rubia, alta y con acento venezolano. James Bond nunca se despeina ni se moja ni pierde la flema inglesa. Todo eso es imposible, pero da igual: los espectadores queremos ser rubias con acento venezolano o agentes secretos elegantes. No queremos ver la realidad en la pantalla, sino nuestros sueños. Y si tienes dos años, tu máximo anhelo es que tu papá te lleve al jardín y te regale una pelota.

Pero si tú eres el papá, Caillou es una impúdica exhibición de tus imperfecciones, un innecesario despliegue de crueldad, un espejo cuyo reflejo es mucho mejor que tú.

Por ello, cuando estoy en un entorno adulto, cobro venganza. Frente a mis amigos, dedico a ese niño calvo una batería de bromas crueles, sarcasmos y mofas, con el único fin de devolverle toda la bilis que él me produce. La última vez que lo hice, en una cena, un amigo me respondió:
– ¿Sabías que tiene cáncer?
– ¿Quién tiene cáncer?
–Caillou. Por eso es calvo. La serie trata de reforzar la idea de que es posible ser feliz aun en las circunstancias más amargas. Y su objetivo es animar a los niños que sufran enfermedades.

Un silencio de reprobación se extendió a mi alrededor. Y yo no volví a abrir la boca en tres días.

Total, que llevo tres días tratando de saber si Caillou está enfermo de verdad. Al parecer, es sólo un rumor. Nadie lo confirma ni desmiente oficialmente. Las redes sociales hierven en debates al respecto. Me inclino a creer que es sólo una alopecia temporal. En cualquier caso, ese niño ya ha conseguido lo que quería: ahora no sólo me siento como un padre imperfecto. También soy un canalla sin sentimientos.



Publicado el 10 de marzo del 2013. Citado el 05 de enero del 2014

Citado el 05 de enero del 2014
 

viernes, 10 de enero de 2014

Rosalinda

Domingo 17 de marzo de 1963
11:26 a. m.

Corría deseperado como si la vida le valiera en ello. Cayó de bruces contra el suelo mientras un grito desgarrador tomaba fuerza en sus pulmones para explotar en la inmensidad. El bus se alejaba lentamente pero a él le parecía todo lo contrario. Cuando levantó la cabeza, las lágrimas que bañaban su rostro le indicaban que no era momento para darse por vencido. Se puso de pie a trompicones, las lágrimas no lo dejaban ver con claridad. Corría. Corría con toda la fuerza que sus piernas le permitían, pero, aun así, no podía alcanzar aquel bus que alejaba, quien sabe para siempre, a su pequeña hija.
Cuando los perdió de vista, empezó a detenerse lentamente hasta caer sobre sus rodillas. En ese momento, sintió que todo lo que había dicho caía sobre él con tanta fuerza que no podía moverse. Cada lágrima derramada lo acercaba mas al suelo. Deseaba morirse. Fundirse en la tierra.

Jueves 11 de abril de 1957

Rosalinda estaba algo inquieta, sus ojos alegres y su sonrisa de niña se había suspendido en una misteriosa pausa que las personas que la conocían no comprendían. Toda lo que miraba adquiría otro sentido. Las nubes, los árboles, los pájaros. Siempre fue feliz. Fue feliz cuando nació su hermano menor y ella dejó de ser la hija mimada y única. Fue feliz cuando su mamá le dijo que tendría que acompañarla a pastar el ganado. Siempre sonreía con aquella sonrisa de las niñas de la sierra tan carasterístico. Con ojos infinitos y labios congelados en una imagen de entrega al mundo. Fue feliz cuando su padre le dijo que no podría seguir estudiando porque tendría que ayudar con la labores de la casa ya que la familia había crecido y mamá no se daba abasto. Siempre fue feliz.
Pero esto era diferente.

Lunes 15 de abril de 1957

Se encaminó por el sendero que la llevaría al encuentro con Fausto. Estaba decidida. También él debía de saberlo. Sus noches de angustia habían concluido con la conversación que tuvo con doña Licha. La anciana había vuelto al pueblo después de algunos meses. Se cruzaron el día anterior, y en solo unos segundos Rosenda confirmaría por su boca, lo que tanto le preocupaba.

- Estás embarazada- afirmó la anciana con solo mirarla.

Rosalinda bajó la mirada ruborizada y no pudo evitar que una lágrima rodara por sus mejillas. Fue, en ese preciso momento que, por primera vez, sintió que algo crecía dentro de ella. Fausto debía saberlo.
Se detuvo frente al portalón. Dudo. Por segunda vez sintió su vientre. Una sensación íntima. Imperceptible. Si las mujeres no tuvieran ese famoso sexto sentido, jamás experimentarían esa emoción que al mundo de los hombres les es ajeno y que desde el primer momentode la concepción las hace madres. Ingresó al patio y lo llamó con una voz tan fina y dulce que ya el gorrión o  la calandria quisieran asemejarse, con su canto, un poco a ella.
Eran las diez de la mañana. Mañana iluminada por el tibio sol de primavera serrana.
Ponce ingresaba, en ese momento, por el portalón que momentos antes había cruzado Rosalinda. Ella, sabiéndose fragil, corrió a fundirse en un abrazo con su amado; un abrazo que la protegería, a ella y a la criatura que tenía en su vientre.
Sus ojos. Ponce la observó. Sus ojos. Quedó desconcertado. Sentía que en ese abrazo ella se había apoderado de todo su ser. El protector quedó prisionero de aquella mirada. Trató de separla tiernamente a lo que ella se resistía con todo el amor que podía.

- ¿Qué pasa, Rosalindacha? - le dijo, tratando de que su voz no la lastime.

- ¿De verdad me amas? - preguntó ella, pensando que con la respuesta que dijera Fausto, se le hiría la vida.

- ¡Qué pregunta, mujer! Si sabes que mi vida vale menos que esa mirada tuya.

- ¡Dilo! ¡Dilo! - ella ya no pudo más y se desvneció entre sus brazos.

Fausto observaba que la mujer que amaba, atrapada entre sus brazos, imploraba, sin sentido, que dijera palabras que jamás le había reclamado. La atrajo hacia su pecho, fuertemente, como deseando fundirla en su cuerpo.

- Te amo, te amo desde aquel día en que vine al pueblo y decidí no irme más. Te amo desde el día que me permitiste besar tus labios. Te amo desde aquel día en que escuche de tus labios que me amabas. Te amo desde siempre. Y te amaré hasta el último día de mi vida. Te amo. Te amo. Te amo...

Sus lágrimas se desbordaban como los causes de dos ríos. Cada momento por el que atravesaron antes de conocerse, parecía no haber existido. Sentía que sus vidas cobraban sentido a partir del momento en que se conocieron.

- Estoy embarazada. - dijo en un hilo de voz, mientras los latidos de su corazón aceleraban al punto de que Fausto podía escucharlos perfectamente.

Viernes 22 de noviembre de 1957

- ¡¡¡Mujer!!!, Fausto, fue una hermosa niña... es igualita a ti, hijito.


Martes 24 de febrero de 1963

- ¡Oe, Chancletero! jajajajajajajajajaja... ¡Hombre! ¡Va ser Hombre! Jajajajajajajajajajajaja. ¡Guarda a tu hija pa mi Julián! Jajajajajajajajajajajajajaja.

Fausto quedó mirando fijamente al Pishpico. Hasta ese momento, nadie le había criticado nada sobre su hija. Él se había mentenido en silencio. Tratando de asimilar el impacto que significaba tener una mujer como primogénita. En el fondo de su corazón no estaba feliz. A veces, por las tardes, se sentaba al final del acantilado, aquel lugar en el que tantas veces había compartido con Rosalinda. Se pasaban horas mirando el atardecer. Compartían juntos tantos sueños. Ella traería al mundo a todos los hijos que Fausto deseara. Los cuidaría con mucho amor y ellos serían un ejemplo para la comunidad.

- Cuatro - dijo Ponce.

- Pero dicen que duele mucho traer a los hijos.

- Yo quiero cuatro.

- Y no te conformas con unito, mira que se va a parecer a ti... así de fuerte y bueno.

- ¿Uno?

- ¡Sí, unito no mas! ¡No seas malito!

- ¡Pero que sea hombre!

- Ya...

- Yo me lo llevaré a la chacra y le enseñaré a trabajar la tierra... será como yo: Un hombre del campo... todo lo que consigamos será para él. Se llamará Luis Marcel.

- Así será, pues...

El viento soplaba suavemente sobre su rostro. Miraba aquel lejano horizonte... aquel horizonte que prometió alcanzar y traer ante sus pies. Hoy el horizonte parecía sonreírle tristemente, porque lo veía sin fuerzas, sin energía, sin sueños, sin nada. Se había transformado en un hombre vacío. La mayor parte del día la pasaba afuera. No quería regresar a casa.

- !Porquééééééé!

Miró al cielo y sintio que una lágrima recorría su rostro. El viento seguía soplanto pero ahora lo hacía con algo de fuerza. Las palabras del Pishpico le dolían mucho. No soportaba la idea de tener una hija mujer. No.

Sábado 08 de marzo de 1963

Los niños del pueblo se arremolinaban al rededor de unos forasteros que llegaban al pueblo. Este acontecimiento, que se daba pocas veces, generaba siempre la misma revuelta. Un hombre alto, vestido de traje, ingresaba con su señora por el corredor Occidental de la Plaza Mayor del pueblo. Las maletas que estaban en la parte de arriba del ómnibus, estaban llenas de polvo. La malla que las cubría solo aseguraba que no se cayeran, mas no las protegía de las inclemencias de la geografía.
Rodolfo era un hombre apuesto y bien conservado. Pero fue Carmen quien causó mas revuelo al bajar del auto. Tenía la piel blanca, los cabellos castaños y una sonrisa que la hacía asemejar a un ángel... los niños la contemplaban ensimismados. Ella levantó la mano para saludarlos y les regaló una sonrisa.
Fue muy gracioso ver un ángel tan bello coger una gran maleta y jalarla mientras conservaba toda la dignidad de una mujer acostumbrada a los lujos. Los niños seguían cada movimiento que hacía sin saber si ayudarla o quedarse así: admirándola.
El tirón que le dio a la maleta hizo que ésta se desprenda del grupo mayor. Ella no controló el hecho de que todo estuviera tan suelto y terminó con algunas cosas por el suelo, incluso ella. Carmen, ya algo incomoda de que nadie se haya dignado socorrer a dama tan distinguida se puso de pie por sus propios medios y mientras se sacudía el vestido, su esposo se apresuraba a ayudarla, a la vez que se reía ante las cosas que le sucedían a su hermosa mujer.
Cuando Rodolfo estaba cerca de ella, un niño se animó a romper el hielo en el que se encontraban los presentas.
- ¿La ayudo señora?
- Por favor.
- ¿Por favor, qué?
- ¡ Ayúdame, niño!
El niño asustado se apuró a recoger las cosas que estaban tiradas en el suelo.

Ese fue el magestuoso ingreso de los Gonzales Del Solar a la comunidad de Llorente.

Lunes 15 de marzo de 1963

- Así que mi abuelita ya murió. Y pensar que hicimos todo este recorrido por conocerla.
- Si Rodolfito. Ella se fue con el Señor hace años. ¿Qué, tu mamá no te lo dijo?
- Ella también murió hace muchos años...
- Noooooo... mi hermanita... mi bebé... nooooooooooooooo...
Ambos se abrazaron fuertemente unidos en ese dolor que hermana hasta a desconocidos.
- No sabes cuánto me dolió, tía. Todo lo que tuve que pasar desde ese día. Jamás pense que algo podría doler tanto. Mamá y yo  éramos muy unidos. Habíamos planeado venir juntos a conocer Llorente. Hice este vieje por ella. Siempre me hablaba de ustedes... ustedes eran su vida. Vivió pensando en regresar. El Señor no lo quiso.
- Hijito... Dios mío... Cuánto lo siento.Tú eres lo único que tengo de ella. No te vayas. Quédate con nosotros.
- ¡Qué más quisiera yo, tía! ... no puedo. Tengo una vida en la capital.

Jueves 16 de marzo de 1963

Rodolfo se sentó sobre el poyo que estaba a la salida de la casa donde se estaban quedando. Varios días había observado cerca del abismo a un hombre bajito y muy delgado. Su andar era triste. Sus pasos pesados contrastaban con la ligereza de su cuerpo.
Se puso de pie y caminó lentamente hacia aquel hombrecillo enjuto, debilitado y de triste figura por sabe Dios qué.

- Hola...

El hombrecillo parecía petrificado en la cornisa de aquella milenaria muralla de piedra. Si se le viese a la distancia parecería fundido al paisaje, pero no era así. Fausto estaba fundido a su pena. Lentamente giró la cabeza hacia la derecha, nunca lenvantando la mirada, sus ojos estaban cargados de una tristeza que nada en el mundo podría sostenerla... menos un esmirriado hombrecillo. Rodolfo, que se había acercado de manera entre infantil y gatuna, sintió que Fausto, en ese interminable giro, lo había absorvido en su ser, y sintió que una especie de sudor frío recorría sus extremidades, que era atizado por el viento de la pampa. Rodolfo supo que el viaje realizado hasta aquel lugar adquirió sentido en ese momento. No había cruzado la mitad de Los Andes para enterarse de que su abuela estaba muerta. Ese hombre, al borde del abismo, de alguna manera, generó aquella sencilla odisea sin proponérselo.

- ¿Qué quiéres?
- Soy nieto de la finadita Filomena, la mamá de la señora Chona.
- ¿Qué quiéres?
- La verdad, no sé. Solo me acerqué hasta aquí. Lo demás, no sé.
- ¿De dónde eres?
- De dónde vengo, creo que no interesa mucho en este momento, ¿no te parece?
- La verdad gringo, no creo que algo me interese en este momento. ¿Qué quieres? Vienes aquí... no sé... qué piensas que me quiero matar... jm. Anda tranquilo, no más.
- Vine aquí para conocer a mi abuela. Me entero de que hace años murió.
- Así es la vida pe... qué creías que iba ser eterna la finadita Filo... aunque fue buena gente con todos. El pueblo hasta hoy se acuerda mucho de ella. Conmigo también fue muy buena.
- Sí pues. Tú la conociste, no?
- Sí.

Estuvieron así por algún rato. Rodolfo tratando de buscar qué llevó a ese hombrecillo a estar allí, de esa manera. Fausto, en cambio, con su osquedad. A medida que los minutos pasaban, la soliviantada tensión inicial se tranquilizó.
El viento de la tarde golpeaba los rostros  de ambos hombres que habían iniciado una lucha por mantener sus posiciones. Las nubes dejaban ver sus tímidos rayos  de Sol de media tarde cuando la conversación llegó a un punto en que el corazón de Fausto sintió que el escudo que lo protegía empezó a rejarse por el costado más débil.

- ¿Tienes hijos?
- ...
- Mi mujer no puede tener hijos.

No sintió alivio al enterarse de lo que le pasaba a Rodolfo. Fausto sentía que su tragedia era increíblemente superior a cualquier padecimiento terrenal. No había nada peor que su desgracia.  El viento manguaba mientras que ambos hombres, en silencio, se miraban esperando que la conversación continuara. Ninguno podía continuarla. Ambos dirigieron su mirada al horizonte. Una línea infinita, imperceptible e inalcanzable,  que les permitía comprender que tenían al lado a una persona que los había obligado a estar en ese momento histórico en ese fin de mundo juntos sin que ninguno se lo propusiera. Algunos le llaman destino. Otros azar. Sin duda lo que sucedió allí empezaba a cobrar sentido para ambos.


- ...
- A ella se le ve feliz, pero no sabes cómo sufre. Cuando éramos enamorados soñabamos con tener una hija.
- ¿Una hija?

Esa palabra de cuatro letras que para los dos tenía una enorme carga emotiva, pero opuesta en extremo en cada uno, hizo saltar desde el fondo de sus corazones, una fuerza que no comprendieron.

- ¿De dónde eres?
- Lima.
- Tienes dinero, ¿no?
- He trabajado toda mi vida, he sabido ahorrar. También tengo una mujer maravillosa. Todo sería fantástico si no fuera por...
- Aquí somos muy pobres, como verás. Tenemos que esforzarnos mucho para conseguir algo. Si es que lo conseguimos, es nada más para sobrevivir. Esto no es vivir.
- ¿No eres feliz?
- Nadie es feliz aquí.

En ese momento no había odio en la mirada de Fausto. No. Rodolfo trató de descifrar el contenido de sus ojos, mas fue como entrar en un ambiente vacío. Triste. Solo se percibía soledad, deseperanza.
A la distancia, dos cóndores planeaban como petrificadas cometas que de manera inmovil, avanzaban a su encuentro con la inmesidad del horizonte. Alas extendidas. Poco a poco, la imagen observada por ambos, fue diluyéndose al mazclarse con el presente de sus ideas. Iban llegando a un punto en que todo se iba aclarando. Todo empezaba a cobrar sentido. Los cóndores desaparecieron de sus perspectivas. La tarde casi empezaba a tomar el color cenizo propio de su inicial ocaso.

Una niña andrajosa y sucia se acercó a Fausto.

- Papito, ya vamos a casa que está oscureciendo.

La mirada de hielo de Fausto se hizo inefable. Giró su rostro mientras entrecerraba los ojos. Un desprecio colosal se asomó en aquella mirada. No la quería. No quedaban dudas de eso. Rodolfo, en cambio, no vio los andrajos ni la suciedad. Vio algo más. Su vida estaba completa. Vio la pieza que le faltaba a su vida para llenarla de dicha. Vio los ojos de la niña. Vio una luz que le decía que cada día de su vida lo había vivido para acercarse a ese lugar. Cada paso andado lo había dirigido a ese solitario paraje. Estar allí, frente a esa niña, lo volvió un hombre nuevo.

- ¡Ve a la casa!
- ¿Quién es ella?
- Mi hija.
- Yo podría darle una vida digna.

El hielo de los ojos de Ponce, empezó a derretirse.

- ¿Qué? No sabes los que dices... es una niña, de qué te va a servir.

La Chinita se alejaba saltando alegremente mientras sus sucias manitos jugueteaban con las flores del camino. Rodolfo la seguía con la mirada mientras ella se confundía con la tenue iluminación. El hielo había pasado ya. Empezaba a abrirse una especie de ruta común que ambos estaban construyendo sin esfuerzo, mas bien con mucha facilidad, pero sin proponérselo. La niña había ingresado a su casa. Desapareció de sus vistas, mas no de sus mentes. El corazón de Fausto le ayudaba a decir palabras que sólo no habría podido. Rodolfo a su vez, perdió la noción del tiempo. Pensaba en Carmen. Ella se pondría feliz. Cuando partieron de Lima, ella le dijo que tenía una extraña sensación en el vientre. Él solo atinó a reírse. Su mujer le salía con cada cosa.
Una mujer es un ser muy complejo. A veces, ni ellas mismas se puedesn comprender por eso es mejor quedarse callados ante sus ataques de nadie-sabe-qué. O mejor, sonreírles complacientes. De esa forma uno puede evitarse mayores pataletas.
En ese momento, él sentía que lo de su mujer no fue finjido. No. Ahora le sucedía a él. Una sensación algo extraña invadía su cuerpo. Una mezcla de duda y ansiedad. Esperanza y certeza. Estaba seguro de lo que sentía; sin embargo, esa seguridad, ante sensaciones tan opuestas era lo que le generaba confusión. Ahondaba mas sus inextricables emociones producto de la converación que estaba teniendo y que empezaba a notar que todo se iba aclarando.

- Dámela.

Fausto empezó a girar la cabeza, de manera rítmica, instintivamente de manera negativa. Rodolfo lo observaba con algo de incredulidad. No había seguridad en ese movimiento.
El Sol desapareció del horizonte dejando a su paso un tornasolado efecto en el cielo. Pensar que las parejas de enamorados buscan este momento natural para poder compartir, tomados de la mano, ese instante que los acerca a la eternidad. Ver a dos personas, en aquel instante luchando contra fantasmas internos, convertía el escenario natural en un personaje sin vida y sin sentido. Los dos hombres sumergidos en sus ideas sabían que se enfrentaban a un momento que marcaría su destino.

- Dámela. Nosotros no podemos tener hijos. No tendrímos cómo pagarte. A ella no le faltará nada. Te juro por lo que más quieras que la tendré como una reyna.
- Jm. Las mujeres no sirven para nada. Son carga. Me la vas a regresar cuando te aburras. Para qué la quieres llevar. A mí solo me trae problemas. Cómo deseo que no haya nacido. Yo quería un hijo hombre. Dios me ha castigado.
- Dámela. Yo la quiero mucho. Mi mujer se pondrá feliz. Nosotros no podemos tener hijos.
- Después me la vas a regresar. Las mujeres no sirven para nada.

Y con esas palabras sellaron un pacto. El destino de la Chinita estaba sellado. Seis años.

- Mañana nos vamos del pueblo.


Fausto se alejó del lugar arrastrando  los pies. Lo que tenía en la cabeza era otra cosa. Su mujer le iba a hacer problemas por lo que estaba decidiendo. Ella, como mujer, no entendería nada. Tendría que explicarle que la Chinita tendría un futuro mejor que pastar ovejas el resto de su vida. Ella podría estudiar, mejorar su vida.

- ¡No! Yo te he permitido todo. Mi hija se queda conmigo. Jamás lo permitiré.

Rosalinda reaccionó de una manera que le sorprendió tanto a Fausto que lo hizo dudar de su decisión. Él la miraba sin saber qué decirle. Ella gritaba, levantaba las manos. Luchaba. Por primera vez en su vida estaba luchando con toda sus fuerzas. Fausto sintió que la temperatura de su estómago iba elevandose lentamente. Cuando tomo conciencia de todo, Rosalinda estaba en el suelo, medio arrodillada, con el rostro  a un lado cubierto por sus manos. Lloraba. Ahora, su mano también le quemaba. En todo el tiempo que se conocían, nunca le había golpeado. Ella sollozaba en silencio. Sus fuerzas se había desvanecido. No podía levantarse. Él también se arrodillo. La tomó entre sus brazos. Esta vez a diferencia de aquella en la que le dijo que estaba embarazada, ella no parecía reclamar su protección.

- Ella va a estar bien. Nada le va a faltar. Piensa en su futuro. ¿Quieres que sea como nosotros?, ¿que pase miserias? No seas egoísta.

Rosalinda escuchaba entre sollozos. Sus lágrimas perturbaban su pensamiento y no podía  asimilar lo que su marido le decía. Qué fácil hubiera sido todo si hubriera sido hombre, pensó ella.

- No la regales por favor. Es mi hija. No me la quites.
- Algún día lo vas a comprender.
- No.

Fausto no pudo dormir toda la noche. Mil emociones lo atormentaron. Él sabía que era lo correcto. No entendía lo que le estaba pasando. Su mujer lloró toda la noche. Él no le dijo nada.

Lunes 18 de marzo 11:05 a. m.

A la mañana siguiente, Rodolfo, estaba esperando al pie del bus.

La Chinita, no entendía lo que estaba pasando. Papá  le dijo que se iría con los señores de viaje y que papá y mamá la visitarían pronto. Ella no entendía nada. También le dijo que haría nuevos amigos. Ella no entendía nada. Mamá lloraba mientras su papá le hacía la maleta. Ella seguí sin entender.

Estaba muy asustada cuando la señora Carmen la cargó entre sus brazos y la llenaba de besos.

- Su señora no vino a despedir a la Chinita...
- Ella se siente muy mal. Pero no se preocupe cosas de mujeres.

Cuando la Chinita subió al ómnibus cargada por Carmen, sintió mas miedo pero no decía nada. Su papá le decía que todo va a estar bien y que no se preocupe. Que el señor le va a comprar muchas muñecas y que dormiría en su propia camita.

Una vez dentro, Carmen sentó a la Chinita en su regazo. Tras despedirse de Fausto, Rodolfo subió al omnibus. Se colocó al lado de Carmen. Ambos trataban de que la niña se divierta. Le hacían muecas, la incaban tiernamente las mejillas, le acariciabana el rostro. Nada. La chinita estaba asustada. No comprendía nada.

El omnibus empezó su lento avanzar por la carretera que los alejaría de Llorente. En ese momento, Fausto no quería regresar a su casa. Dos cosas lo antormentan. No quería ver el rostro de Rosalinda. Tampoco entendía porqué se sentía mal. El sabía que era lo correcto. Se quedó parado viendo como se alejaba el bus.

Sin quererlo, sus pasos lo alejaron de ese lugar y lo llevaron a su casa. Cuando ingresó se sorprendió con lo que vio allí. Su mujer estaba sentada a la mesa. Lo miraba con lagrimas en los ojos aun. Había una carta en la mesa. Se acercó lentamente y la tomó entre sus manos. Había un mechocito de cabello atado con una pitilla sobre ella. La letra era un manojo de garabatos en los que se podía leer con esfuerzo la siguiente frase:

"Felis cumpeaños papito sienpe junto"

Levantó la mirada para ver a su mujer y esta no le había quitado los ojos de encima. Desde la noche anterior, una sensación extraña lo había invadido y no lo dejaba tranquilo. Las cosas habían pasado tan rápido que no recordó su cumpleaños. Empezó a recordar tantas cosas. Recordó que lo primero que dijo su hija fue "papá". Recordo que cuando lloraba lo llamaba a él. Recordó que cuando regresaba de trabajar ella le sacaba los zapatos y lo abrazaba. Recordó que siempre le decía que lo amaba. Recordó que le dijo que cuando sea viejito ella lo cuidaría mucho. Recordó que cuando tropezó con la silla por venir borracho, ella lo ayudó a levantarse mientra le besaba la frente y le decía que no llore, que sea macho. Recordó que una vez le llamó la atención a su mamá porque no le cosió su camisa.

En ese momento se sintió como un traidor. Le falló a su hija. Le falló a su mujer. Recordó el ómnibus que en es momento debería estar cruzando por la salida del pueblo.


11:40 a. m.

Cuando levantó el rostro, el bus estaba muy lejos. Inalcansable. Había corrido con todas sus fuerzas. Se sintió derrotado. Traidor.

- ¡No! No te dejaré otra vez.

Se puso de pie. Corrió. Cayó otra vez. Se levantó nuevamente. Vio que la carretera tenía un codo y decidió cortar el camino. Se metió por medio de los matorrales. La ramas le marcaban el rostro pero ya nada le importaba. Corría. Cuando llego a la carretera, el bus ya había pasado. Siguió unos metro mas y se dio cuenta que por esa vía jamás podría hacer nada. Entonces, se detuvo a mirar todo el trayecto del sendero. Listo. La ruta era hacía abajo. Hacia allá iría. Bajó. Cada vez que encontraba la carretera, verificaba que el bus haya pasado. Su rostro evidenciaba los estragos de los continuos golpes que le recibía de los arbustos.

12.13 p. m.

El omnibus se detuvo frente a él. Se abrió la puerta y subió acelerado. Como un loco. Mucho tiempo que su cuerpo no experimentaba esa adrenalina. Se sentía eufórico. Avanzó por entre el medio de los asientos. Los pasajeros reclamaban por la detención, pero eso a Fausto no le interesaba. Su hija levantó su carita y ambos se encontraron. La niña estalló en una explosión de alegría. Saltó de los brazos de Carmen, rodó por el pasadizo. Su papá se acercaba a trompicones. Cuando estuvieron uno frente al otro, él la tomó entre sus brazos y la levantó.

- En verdad pensaste que te dejería... jajajajajajajajaajajajajaja.
- Feliz cumpeaños, papito. Siempe juntos.
- Siempre, hijita.
- ¿A dónde vamos?
- A casa. Tu mamá espera para celebrar mi cumpleaños.
- Ya.
- ¿Quieres tener un hermanito?
- Ya, pero solo uno.
- ¿Uno?
- Yo quiero que sean cuatro hermanos.
- Solo uno, por favor, papito.
- Yo quiero cuatro.
- No seas malito. Y ya, que sea hombecito.
- Será lo que Dios quiera.