En el
centro de Barranca, donde hoy se encuentra la Casa de la Cultura, hace casi
tres décadas, se ubicaba el lugar donde se inscribían los postulantes a la
Unasam. En esa apoca, como ahora, me costaba tomar decisiones radicales. Cuando
me presenté ante la secretaria que atendía ahí, su mirada inquisitiva me
abreviaba la secuencia de consultas que había planeado hacer, preguntas como
qué carreras había, o dónde estaba la sede, también había consignado
preguntarle cómo sería un examen de admisión o si había algún truco para poder
sortear las preguntas que tendría que responder. Ella me miró y me dijo, con la más fría
actitud que si iba a letras o ciencias. Lo primero que vino a mi mente fue que
durante la secundaria, lo que, como todo estudiante de mi generación odiaba las
matemáticas y todo lo que se le pareciera, así que opté por Letras. Me sacó un
cuadernillo que tenía como tenor en la cubierta la palabra LETRAS con moldes
hechos a mano y con plumón rojo, donde figuraban quienes ya se habían inscrito
previamente.
- ¿Qué
carreras hay?
- Solo
Derecho y Educación con especialización en Lengua y Literatura.
En la
primera hoja decía INSCRITOS PARA DERECHO. Sin que yo se lo pida, empezó a
pasar las hojas una tras otra. Yo contaba en silencio.
“Una, dos,
tres, cuatro…”. En la quinta hoja, los inscritos solo llegaban a la mitad de la
página. De pronto, llegó a una que tenía el membrete de Lengua y Literatura con
lapicero rojo. Solo tenía una hoja que no llegaba a los cuatro inscritos. En
ese momento recordé a mi tío Alí, quien fue mi profesor en el colegio
Billinghurst durante mis últimos años de estudio. Él, en esa época, había
concluido la carrera de Derecho y le empezaba a ir muy bien. Yo, desde mi
lejana adolescencia, había decido seguir sus pasos. Primero sería profesor con
la esperanza de aprender a analizar bien los libros y luego me lanzaría a la
carrera de jurisconsulto. Cuando vi la diferencia de inscritos en las dos carreras,
y guiado por mi cobardía, decidí anotarme en la que planeé desde el principio
sin recordarlo hasta ese momento.
A la
semana, tuve que asistir al Ccalamaqui para empezar a recibir mis clases,
clases que tendría que aprobar para ingresar a la universidad. Esa fue una
buena época, pues me permitió conocer amigos que me han durado una vida.
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Horas
después de dar el examen final, cuando yo estaba en casa, echado plácidamente
en mi cama, de pronto llega papá con un raro semblante que evidenciaba congoja,
me miró antes de mostrarme la boleta de notas, que cuando vi me di cuenta que,
a pesar de no haber estudiado nada, solo había jalado una materia: Biología.
Para mí era un pequeño triunfo, pero parecía que papá no lo veía así.
- ¿Qué
significa esto?
- No te
preocupes, pa’.
Ese, según
recuerdo, fue uno de los pocos reclamos que papá me hizo en toda su vida. Pero
al margen de eso, la promesa estaba echada. El examen de recuperación sería en
una semana. Dentro de mis limitaciones académicas de aquella época, pude pasar
el examen sin muchos problemas. Ingresé a la universidad sin esforzarme mucho. La
época de la universidad fue de completo relajo. Nunca supe cómo pude haber
terminado la carrera, pero lo hice. Ese
tiempo que invertí en mi formación, hasta ese momento, no tuvo ningún fruto en
el sentido que no me sirvió para darme cuenta de que lo que había elegido era
lo correcto.
De pronto
me descubrí como un egresado que no deseaba ejercer la carrera. Mamá y papá me
presionaban para que saque el título para empezar a trabajar, pero yo me hacía
el desentendido. Pasaron las semanas, luego los meses y, finalmente los años, y
nada de lo que me decían tenía importancia para mí. Mamá reflexionaba conmigo.
Papá, menos severo, se resignaba a ver a su único hijo varón, el primer
profesional de su prole, vagando por el mundo sin un rumbo que lo haga sentir
orgulloso.
En eso
estaba, tratando de huir de mi destino, cuando nació mi hija mayor en Chile.
Con ella, se vino un cúmulo de responsdabilidades que me hicieron dar cuenta de
que tenía que ver la forma de conseguir dinero. Lo mío nunca fue trabajar con
las manos. La vida me hizo un soberano inútil, así que la única opción era empezar
a ver lo de ser profesor. Un día, tomé mi orgullo, lo guardé en el cajón en el
que guardo las cosas que no sirven, y me fui en busca de papá y mamá una vez
más. Cuando terminé de decirle que ahora sí sacaría el título, ambos no
tuvieron el más mínimo inconveniente en volver a apoyarme… una vez más.
Con título
en la mano, di mi examen para conseguir una plaza docente. No me fue mal.
Empecé a ejercer en el mismo colegio donde estudié mi secundaria. Allí me
reencontré con mis antiguos profesores, ahora colegas. Todo iba bien, pero yo
seguía sin querer ejercer. Entre idas y vueltas, los años empezaban a pasar.
Cambié de colegio. Me fui a una pequeña escuela rural situada a pocos minutos
de la ciudad. Cuando llegué por primera vez, noté que estaba llena de
necesidades. Le faltaba todo. Eso fue el año 2012. Ahí conocí nuevos amigos.
Personas maravillosas que me mostraban con orgullo lo buenos docentes que eran.
A mí, en cambio, solo me mantenía en la profesión la enorme necesidad de ser el
proveedor de la familia. Cada centavo que ganaba, que en esa época era muy poco,
como ahora, iba al fondo familiar para desaparecer en el mercado y en la
farmacia.
Los años
pasaban mientras mi frustración se incrementaba directamente proporcional a mi
deseo de dejarlo todo. Al amanecer de cada día sentía que el cuerpo me pesaba
cuando me levantaba y pensaba que tendría que volver al colegio. En ese tiempo,
mi rutina se había duplicado, pues trabajaba en dos colegios porque las
necesidades se habían duplicado, ya que mi hija, como manda la naturaleza,
creció. No era feliz. Sufría mucho. Mis sueños eran otros y veía el hecho de
ser profesor como una enorme barrera para alcanzarlos.
De esta
manera, los años iban pasando. Primero uno; luego, otro y otro más. Casi todo
el cabello se me había caído. Las canas, que al principio fueron muy pocas, con
el tiempo, cubrieron mis sienes. Todo había cambiado. Durante ese tiempo, a
pesar de que no deseaba estar ahí, revisaba materiales y observaba a colegas
porque deseaba mejorar mi forma de trabajar. Investigar siempre fue algo que
llevé en el alma, producto de las charlas que siempre tuve con mi padre. Cuando
me planteaba un tema o me surgía una duda, no paraba hasta saberla
completamente. No deseaba seguir en la carrera, pero mientas estuviera en ella,
trataría de hacerlo, al menos, decentemente.
El tiempo
seguía pasando. Mi percepción de esa evolución era favorable. De pronto, un día
como cualquier otro, llegó Yeni, la especialista de la provincia, a supervisar
mi clase. Al entrar al colegio, César me avisó que teníamos visita. Como tenía
la primera hora libre, me fui directo a la biblioteca a revisar mis apuntes
para la clase del día. A medida que pasaban los minutos, el nivel de tensión
también se elevaba.
Desde el
primer día que ingresé a un aula de clases hasta ese momento habían pasado
cerca de trece años, sin embargo, a pesar de que me habían supervisado muchas
veces, yo sentía en mi corazón que, esa vez, tenía algo diferente. No sabía
qué. De pronto, sonó el timbre que indicaba el cambio de hora. A Yeni, la
encontré de camino a mi salón. La saludé como si nada me importara. Yo no lo
sabía en ese momento, pero, en realidad, nada me importaba. Al ingresar al
salón, se dirigió a la parte final para que, desde allí, observar mi clase. En
la medida en que se colocaba en el lugar que había elegido, mi percepción de
ella se desvanecía. De pronto, me olvidé que estaba allí. La clase transcurrió
con total normalidad para mí.
La
percepción del tiempo fue relativa. De pronto, sonó el timbre. La clase
terminó. Ella, después de 90 minutos, volvió a aparecer frente a mis ojos en la
misma medida en que se ponía de pie para tomar la palabra. Yo estaba excitado,
como me sucedía siempre que terminaba una clase en los últimos tiempos. Antes
de cruzar la puerta del solón, me dijo que me esperaría en la biblioteca.
Cuando
desapareció de mi arco de percepción visual, los chicos se pusieron de pie
mientras me aplaudían. Incliné levemente la cabeza para mirarlos algo
consternado. Tomé mis cosas y, a pesar de que tenía clases a continuación, me
dirigí al lugar donde me esperaba Yeni. La saludé y me senté a su lado. Empezó
a hablar durante algún tiempo de asuntos técnico administrativos que no entendí
bien. Hasta ahora, no recuerdo nada de esa parte. Mi mente mantiene un silencio
algo sospechoso sobre el asunto. Vacío. Nada. Solo recuerdo la frase con la que
terminó su disertación.
- Toñito,
cómo disfrutas. Se ve que amas lo que haces.
No recuerdo
más. Trece años con sus días tuvieron que tardar para poder encontrar algo a qué
asirme. No sé si tuve que buscarlo con el alma o es que era cuestión de tiempo
para que mi vida, después de más de cuarenta y cinco años, al fin, tenga algún
sentido.