El tres de septiembre de 1995 terminó mi servicio militar obligatorio. Crucé por última vez el portón de Contralmirante Mora una mañana soleada de primavera con algunos compañeros, con quienes habíamos compartido durante dos años muchas experiencias que nos harían hermanos para siempre, aunque a muchos de ellos no los haya vuelto a ver más. Pero mi experiencia en el servicio no había empezado hacía dos años. Todas aquellas personas que han hecho vida naval saben que antes de ingresar a hacer servicio activo, tienes que pasar por una rigurosa selección que empieza mucho antes. Esas fechas se han escapado de mi memoria como otras tantas cosas. La mente es así: muchas veces ingrata con los buenos momentos. Sin embargo, a pesar de todo, uno que otro se aferra vivamente a mi recuerdo. Justamente uno en particular viene a mi memoria con insistencia y, para tranquilizarme, tengo que contarlo.
Un buen grupo de chiquillos, casi saliendo de la adolescencia,
nos dirigíamos al Centro Médico Naval para iniciar nuestros exámenes de rigor.
Muchos se quedarían en el camino al no poder cumplir los exigentes requisitos. Fue
la primera vez en que me encontraba en medio de tanta gente a quienes no conocía.
Como todas las veces, siempre hay alguien que logra destacar por su
personalidad ante lo desconocido. Esta vez, para nosotros, fue el ‘Negro’
Ricardo Santamaría. Él era dueño del escenario. Vociferaba. Se reía a
carcajadas. Escenificaba con el cuerpo cada cosa que decía. Todos a su
alrededor reíamos y empezábamos a hacer collera cuando notamos que nos
acercábamos a la puerta principal. De pronto, lo perdí de vista al ingresar al
recinto. Todos tuvimos nuestro primer choque con a quienes se les llama ‘antiguos’.
Jóvenes quienes ingresaron antes al servicio y, por tanto, tenían autoridad sobre
uno. Como todo centro médico, este también poseía pasadizos angostos en los
cuales teníamos que formarnos para entrar a diversos consultorios. Estos ‘antiguos’
eran los encargados de mantener el orden en las filas. Estaban vestidos con el
típico uniforme blanco, el cual corresponde a época de verano. Todos los postulantes manteníamos un orden sacrosanto.
Sin que nadie nos diga algo nos manteníamos en silencio y sin movernos de donde
nos colocaron. Es increíble lo que puede hacer el miedo a lo desconocido. Miedo
incluso a pesar de que éramos una buena cantidad quienes hacíamos las filas. Si
los ‘antiguos’ no hubieran estado, creo que igual hubiésemos mantenido todo en
estricto orden; pero ahí estaban, deambulando como moscas alrededor de nosotros:
al acecho. De pronto, como guiados por un mandato imperceptible, empezaron a hacer
preguntas con ese aire de autoridad que les daba el nimio acontecimiento de
haber entrado al servicio antes que nosotros. “¿Cómo te llamas?, ¿de dónde
eres?, ¿tienes cigarros?”. En nuestras respuestas empezaba a notarse ese tufillo
de terror que tratas de ocultar con sonrisas estúpidas que no convencían a
nadie. “¿Por qué no respondes?, ¿crees que soy huevón?, ¿a quién le has dado mis
cigarrillos, mierda?” En la medida de que los antiguos empezaban a subir el
tono de su voz, empezábamos a entrar en pánico. A pesar de todo, nadie se
movía. En algún lugar se escuchó que a alguien lo golpeaban con la macana que
tenían. En ese momento, un ‘antiguo’ se me acercó. “Así que ustedes son
relajados”. “No, antiguo”. “¡Calla, mierda!”. Sentí un golpe a la altura del
omoplato. Un golpe seco. Cuando volteé a ver al ‘antiguo’, en su mirada había rabia.
Me sorprendió que jóvenes mayores que nosotros por algunos meses, nos golpearan
y trataran de humillarnos sin motivo alguno. Esa rabia la he vuelto a ver,
muchos años después, en algunos de mis alumnos que se nota que están enfadados con
la vida. “¿Me has traído cigarrillos?”. “No, antiguo”. Esta vez los golpes
fueron en el dorso de la mano. El dolor que se experimenta es terrible. En esa
parte no hay músculos que amortigüen los golpes. Cae como una piedra sobre los
huesos metacarpianos. Otra vez. Parecía que sabía dónde golpear para lastimar. Luego
tomó mi muñeca y la separó del muslo donde estaba. “¡Pega la mano, carajo!”. Golpe.
Otro ‘antiguo’ se acercó. El primero me soltó la muñeca y mi mano cayó. Volvió
a hacer lo mismo. “¡Pega la mano, mierda!”. No entendía lo que me quería decir.
Golpe. “Pega tu mano a tu muslo, calichín o te va a seguir gomeando. No seas
huevón”. Entendí. Cuando quiso separar mi mano de mi muslo, ya no pudo. “¡Así,
carajo!”. Miró hacia adelante. Antes de irse con el otro ‘antiguo’ volvió a
golpearme, pero esta vez en la cabeza. Siguió avanzado por entre las filas. Golpeaba
a diestra y siniestra. Sin motivo. Las horas fueron pasando. Los castigos eran
de los más variados. Golpes con el garrote o con los puños. Apagar cigarrillos
en las manos o en el pecho. Cuando por fin terminó todo, pudimos salir hacia la
calle en un desbande superlativo. Los pasadizos arrojaban chiquillos de todos
los colores y tamaños con el denominador común de haber sobrevivido al bautizo improvisado.
Cerca de la puerta del centro médico me volví a encontrar
con Ricardo. Lo rodeaba un grupo que parecía adorarlo. Acusaba ciertos moretones
en el rostro. Su cabello ensortijado fue cortado sobre la frente. A pesar de
eso, él iba muy relajado contando chistes, algunos de ellos los recuerdo hasta
hoy. Hace algunos meses pude contactarme con él después de casi tres décadas. Le
hice recordar la escena de los chistes.
- ¿Santamaría, te acuerdas de eso?
- Claro, Corky. ¡Cómo me voy a olvidar!
- Negrito, ese día todos te admiramos. Todos estábamos muy
asustados al salir. Pensábamos nunca más regresar, pero cuando te vimos sin miedo
y riéndote de lo que nos había pasado, muchos, como yo, por ejemplo, dijimos que
si el Negro Santamaría puede, todos podemos. Nos diste una luz de esperanza,
Negro. Nos salvaste en ese día, por eso regresamos a la Marina.
- ¿Corky, sabes una cosa?
- ¿Qué, Negro?
- Ese día me puse a contar chiste porque me cagaba de miedo.