viernes, 2 de febrero de 2024

🔴🟢 Nunca fui un prodigio de nada

 Nunca fui un prodigio de nada. Tenía cumplidos quince años hacía meses cuando terminé la secundaria. Los últimos años antes de eso, me la pasé desperdiciando mi vida inútilmente. Cada fin de semana era de completa borrachera y descontrol. Mamá siempre tuvo sospechas de mi mala vida. Papá lo sabía y me apoyaba. Su amor por mi no tenia límites. El colegio era un cuesta arriba que asumía cada mañana de día laborable porque no tenía otra opción. Despertarme, tomar el menesteroso desayuno matutino, encaminarme hacia la sección B desde primero hasta quinto y, luego, una vez llegado, sentarme a escuchar a mis maestros que se esforzaban porque entienda no solo la clase sino, además, que solo la educación podría cambiar mi mundo, hacía de mi vida un eterno trabajo de Sísifo. El primer año no fue tan complicado, tal vez porque iniciaba el descenso sin darme cuenta. Muchos de los profesores nos comentaban que éramos una de las pocas secciones en la que podían trabajar tranquilos. Ellos pensaban que nuestra pasividad era símbolo de atención. Yo pienso que era que muchos teníamos una vida nocturna muy efervescente. Tanto era nuestro descontrol que a la mañana siguiente solo deseábamos que no existiera nada, o nada que enfrentar.

Lo curioso es que no recuerdo una vez en la que haya compartido alguna bohemia con alguno de mis compañeros de aula. Con Peña me encontré años después en una reunión en la que terminé dando pena ajena. Pero eso fue durante mi época universitaria. Mis salidas durante la época escolar fueron con la gente de mi barrio. Con ellos empecé a conocer Barranca por las noches. Vienen a mi memoria nuestras salidas a discotecas como El fogón, La quinta encantada, La cabaña del tío Tom. Hoy todas sepultadas en la memoria de aquellos ochenteros que disfrutamos de aquella época. Lo curioso es que pocas veces nos poníamos a bailar, bueno solo cuando las chicas del barrio aceptaban salir con nosotros. Hacíamos entrar licor barato en bolsas que escondíamos entre los pliegues más ocultos del pantalón. Algunas veces éramos capturados y expulsados por esa semana de la discoteca. Cuando lográbamos hacer entrar el trago, buscábamos botellas de cervezas vacías y vertíamos el contenido de las bolsas en ellas. Luego, empezaba lo bueno. Ñingo, Cohique, Javier, Epa, el Gorgo, Joni, Dani… en fin. Cuando se acababa el trago, se acababa la diversión. Volvíamos a casa. Al salir, el aire nos afectaba a algunos, entonces empezábamos a potar todo el estómago. Cada dos o tres cuadras nos deteníamos por lo mismo. La tropa con paso de zombies seguía su curso sin detenerse por quienes nos retrasábamos. Serían entre las dos o tres de la mañana. Cada uno, al llegar a la puerta de su casa, trataba de entrar sin hacer el menor ruido. Muchas de nuestras madres, precavidas de eso, trancaban la puerta de acceso a las viviendas. A los desafortunados no nos quedaba otra que trepar por las paredes de las formas que pudiéramos dadas las condiciones. No pocas veces, quienes se iban alejando tenían que volver para ayudarnos. En ese momento, la ‘patita de gallo’ se transformaba en el salvador del desventurado. Una vez adentro de la casa, empezaba el proceso de levitación para no despertar a mamá. A la mañana siguiente, ella se encargaba de despertarnos lo más temprano posible como venganza por haber ingresado a casa sin que ella lo note.

Al inicio, esa escena se repetía cada vez que salíamos, pero después, mamá lo hizo a diario. Por eso, llegar al colegio era todo lo que un chico de mi generación era lo que menos deseaba. Como dije, en primero no me fue tan mal porque recién empezaba el cuesta abajo. Pero desde segundo hasta quinto fue martirizante. Hasta ahora, nadie sabe cómo terminé el colegio sin haber llevado cursos. Ni yo mismo lo entiendo. Ahora que soy profesor, y veo hacia atrás, imagino que para mis padres no fue tan sencillo batallar conmigo cada día. Sus charlas en la mesa cada vez que había oportunidad fueron, en ese momento, para mí, como golpes directos a mis oídos. Consejos y arengas. Palabras de aliento y carajeadas que solo trataban de encaminarme. Yo siento que ellos peleaban mucho porque ninguno daba en el clavo para enderezarme. También creo que lo de ellos fue un trabajo a largo alcance. En ese momento no estaba preparado para asimilar todo lo que decían. Pero todo eso se fue almacenando en alguna parte de mi ser. Algún día, cada una de sus palabras y miradas de apoyo cobrarían sentido. Nadie sabía cuándo. Nadie.

Actualmente, mi hija mayor tiene quince años. Es una bella persona. Tiene sus metas claras y ha alineado sus objetivos para poder cumplir sus sueños. A su edad, ha logrado muchas cosas que yo a la suya ni imaginaba que podían lograrse. La veo a mi lado y siento que, cada lágrima que mis padres derramaron, frustrados, tratando de formarme, cobra la dimensión que empezaron a bosquejar hace más de tres décadas conmigo.

Todavía veo a papá en la cabecera de nuestra mesa aquellos lejanos años ochenta secándose el sudor por no explotar contra mí por las noticias que le daba mamá sobre mi inconducta. Sonrío al sentir que mamá me abrazaba mil veces cuando me encontraba renegando por sentirme un miserable bueno para nada. Los veo desde esta distancia y siento que no me estaban enseñando a ser un buen hijo (eso estaba perdido para siempre), me estaban mostrado cómo ser un buen padre y mi regalo para ella será (mi padre me dejó hace algunos años) entregarle en mi hija a un ser maravilloso que ellos me ayudaron a formar hace décadas cuando yo sentía que nunca fui un prodigio para nada.