jueves, 18 de abril de 2024

🔴🟢 De cuando tuve que buscar algo con el alma

En el centro de Barranca, donde hoy se encuentra la Casa de la Cultura, hace casi tres décadas, se ubicaba el lugar donde se inscribían los postulantes a la Unasam. En esa apoca, como ahora, me costaba tomar decisiones radicales. Cuando me presenté ante la secretaria que atendía ahí, su mirada inquisitiva me abreviaba la secuencia de consultas que había planeado hacer, preguntas como qué carreras había, o dónde estaba la sede, también había consignado preguntarle cómo sería un examen de admisión o si había algún truco para poder sortear las preguntas que tendría que responder.  Ella me miró y me dijo, con la más fría actitud que si iba a letras o ciencias. Lo primero que vino a mi mente fue que durante la secundaria, lo que, como todo estudiante de mi generación odiaba las matemáticas y todo lo que se le pareciera, así que opté por Letras. Me sacó un cuadernillo que tenía como tenor en la cubierta la palabra LETRAS con moldes hechos a mano y con plumón rojo, donde figuraban quienes ya se habían inscrito previamente.

- ¿Qué carreras hay?

- Solo Derecho y Educación con especialización en Lengua y Literatura.

En la primera hoja decía INSCRITOS PARA DERECHO. Sin que yo se lo pida, empezó a pasar las hojas una tras otra. Yo contaba en silencio.

“Una, dos, tres, cuatro…”. En la quinta hoja, los inscritos solo llegaban a la mitad de la página. De pronto, llegó a una que tenía el membrete de Lengua y Literatura con lapicero rojo. Solo tenía una hoja que no llegaba a los cuatro inscritos. En ese momento recordé a mi tío Alí, quien fue mi profesor en el colegio Billinghurst durante mis últimos años de estudio. Él, en esa época, había concluido la carrera de Derecho y le empezaba a ir muy bien. Yo, desde mi lejana adolescencia, había decido seguir sus pasos. Primero sería profesor con la esperanza de aprender a analizar bien los libros y luego me lanzaría a la carrera de jurisconsulto. Cuando vi la diferencia de inscritos en las dos carreras, y guiado por mi cobardía, decidí anotarme en la que planeé desde el principio sin recordarlo hasta ese momento.

A la semana, tuve que asistir al Ccalamaqui para empezar a recibir mis clases, clases que tendría que aprobar para ingresar a la universidad. Esa fue una buena época, pues me permitió conocer amigos que me han durado una vida.

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Horas después de dar el examen final, cuando yo estaba en casa, echado plácidamente en mi cama, de pronto llega papá con un raro semblante que evidenciaba congoja, me miró antes de mostrarme la boleta de notas, que cuando vi me di cuenta que, a pesar de no haber estudiado nada, solo había jalado una materia: Biología. Para mí era un pequeño triunfo, pero parecía que papá no lo veía así.

- ¿Qué significa esto?

- No te preocupes, pa’.

Ese, según recuerdo, fue uno de los pocos reclamos que papá me hizo en toda su vida. Pero al margen de eso, la promesa estaba echada. El examen de recuperación sería en una semana. Dentro de mis limitaciones académicas de aquella época, pude pasar el examen sin muchos problemas. Ingresé a la universidad sin esforzarme mucho. La época de la universidad fue de completo relajo. Nunca supe cómo pude haber terminado la carrera, pero lo hice.  Ese tiempo que invertí en mi formación, hasta ese momento, no tuvo ningún fruto en el sentido que no me sirvió para darme cuenta de que lo que había elegido era lo correcto.

De pronto me descubrí como un egresado que no deseaba ejercer la carrera. Mamá y papá me presionaban para que saque el título para empezar a trabajar, pero yo me hacía el desentendido. Pasaron las semanas, luego los meses y, finalmente los años, y nada de lo que me decían tenía importancia para mí. Mamá reflexionaba conmigo. Papá, menos severo, se resignaba a ver a su único hijo varón, el primer profesional de su prole, vagando por el mundo sin un rumbo que lo haga sentir orgulloso.

En eso estaba, tratando de huir de mi destino, cuando nació mi hija mayor en Chile. Con ella, se vino un cúmulo de responsdabilidades que me hicieron dar cuenta de que tenía que ver la forma de conseguir dinero. Lo mío nunca fue trabajar con las manos. La vida me hizo un soberano inútil, así que la única opción era empezar a ver lo de ser profesor. Un día, tomé mi orgullo, lo guardé en el cajón en el que guardo las cosas que no sirven, y me fui en busca de papá y mamá una vez más. Cuando terminé de decirle que ahora sí sacaría el título, ambos no tuvieron el más mínimo inconveniente en volver a apoyarme… una vez más.

Con título en la mano, di mi examen para conseguir una plaza docente. No me fue mal. Empecé a ejercer en el mismo colegio donde estudié mi secundaria. Allí me reencontré con mis antiguos profesores, ahora colegas. Todo iba bien, pero yo seguía sin querer ejercer. Entre idas y vueltas, los años empezaban a pasar. Cambié de colegio. Me fui a una pequeña escuela rural situada a pocos minutos de la ciudad. Cuando llegué por primera vez, noté que estaba llena de necesidades. Le faltaba todo. Eso fue el año 2012. Ahí conocí nuevos amigos. Personas maravillosas que me mostraban con orgullo lo buenos docentes que eran. A mí, en cambio, solo me mantenía en la profesión la enorme necesidad de ser el proveedor de la familia. Cada centavo que ganaba, que en esa época era muy poco, como ahora, iba al fondo familiar para desaparecer en el mercado y en la farmacia.

Los años pasaban mientras mi frustración se incrementaba directamente proporcional a mi deseo de dejarlo todo. Al amanecer de cada día sentía que el cuerpo me pesaba cuando me levantaba y pensaba que tendría que volver al colegio. En ese tiempo, mi rutina se había duplicado, pues trabajaba en dos colegios porque las necesidades se habían duplicado, ya que mi hija, como manda la naturaleza, creció. No era feliz. Sufría mucho. Mis sueños eran otros y veía el hecho de ser profesor como una enorme barrera para alcanzarlos.

De esta manera, los años iban pasando. Primero uno; luego, otro y otro más. Casi todo el cabello se me había caído. Las canas, que al principio fueron muy pocas, con el tiempo, cubrieron mis sienes. Todo había cambiado. Durante ese tiempo, a pesar de que no deseaba estar ahí, revisaba materiales y observaba a colegas porque deseaba mejorar mi forma de trabajar. Investigar siempre fue algo que llevé en el alma, producto de las charlas que siempre tuve con mi padre. Cuando me planteaba un tema o me surgía una duda, no paraba hasta saberla completamente. No deseaba seguir en la carrera, pero mientas estuviera en ella, trataría de hacerlo, al menos, decentemente.

El tiempo seguía pasando. Mi percepción de esa evolución era favorable. De pronto, un día como cualquier otro, llegó Yeni, la especialista de la provincia, a supervisar mi clase. Al entrar al colegio, César me avisó que teníamos visita. Como tenía la primera hora libre, me fui directo a la biblioteca a revisar mis apuntes para la clase del día. A medida que pasaban los minutos, el nivel de tensión también se elevaba.

Desde el primer día que ingresé a un aula de clases hasta ese momento habían pasado cerca de trece años, sin embargo, a pesar de que me habían supervisado muchas veces, yo sentía en mi corazón que, esa vez, tenía algo diferente. No sabía qué. De pronto, sonó el timbre que indicaba el cambio de hora. A Yeni, la encontré de camino a mi salón. La saludé como si nada me importara. Yo no lo sabía en ese momento, pero, en realidad, nada me importaba. Al ingresar al salón, se dirigió a la parte final para que, desde allí, observar mi clase. En la medida en que se colocaba en el lugar que había elegido, mi percepción de ella se desvanecía. De pronto, me olvidé que estaba allí. La clase transcurrió con total normalidad para mí.

La percepción del tiempo fue relativa. De pronto, sonó el timbre. La clase terminó. Ella, después de 90 minutos, volvió a aparecer frente a mis ojos en la misma medida en que se ponía de pie para tomar la palabra. Yo estaba excitado, como me sucedía siempre que terminaba una clase en los últimos tiempos. Antes de cruzar la puerta del solón, me dijo que me esperaría en la biblioteca.

Cuando desapareció de mi arco de percepción visual, los chicos se pusieron de pie mientras me aplaudían. Incliné levemente la cabeza para mirarlos algo consternado. Tomé mis cosas y, a pesar de que tenía clases a continuación, me dirigí al lugar donde me esperaba Yeni. La saludé y me senté a su lado. Empezó a hablar durante algún tiempo de asuntos técnico administrativos que no entendí bien. Hasta ahora, no recuerdo nada de esa parte. Mi mente mantiene un silencio algo sospechoso sobre el asunto. Vacío. Nada. Solo recuerdo la frase con la que terminó su disertación.

- Toñito, cómo disfrutas. Se ve que amas lo que haces.

No recuerdo más. Trece años con sus días tuvieron que tardar para poder encontrar algo a qué asirme. No sé si tuve que buscarlo con el alma o es que era cuestión de tiempo para que mi vida, después de más de cuarenta y cinco años, al fin, tenga algún sentido.


viernes, 2 de febrero de 2024

🔴🟢 Nunca fui un prodigio de nada

 Nunca fui un prodigio de nada. Tenía cumplidos quince años hacía meses cuando terminé la secundaria. Los últimos años antes de eso, me la pasé desperdiciando mi vida inútilmente. Cada fin de semana era de completa borrachera y descontrol. Mamá siempre tuvo sospechas de mi mala vida. Papá lo sabía y me apoyaba. Su amor por mi no tenia límites. El colegio era un cuesta arriba que asumía cada mañana de día laborable porque no tenía otra opción. Despertarme, tomar el menesteroso desayuno matutino, encaminarme hacia la sección B desde primero hasta quinto y, luego, una vez llegado, sentarme a escuchar a mis maestros que se esforzaban porque entienda no solo la clase sino, además, que solo la educación podría cambiar mi mundo, hacía de mi vida un eterno trabajo de Sísifo. El primer año no fue tan complicado, tal vez porque iniciaba el descenso sin darme cuenta. Muchos de los profesores nos comentaban que éramos una de las pocas secciones en la que podían trabajar tranquilos. Ellos pensaban que nuestra pasividad era símbolo de atención. Yo pienso que era que muchos teníamos una vida nocturna muy efervescente. Tanto era nuestro descontrol que a la mañana siguiente solo deseábamos que no existiera nada, o nada que enfrentar.

Lo curioso es que no recuerdo una vez en la que haya compartido alguna bohemia con alguno de mis compañeros de aula. Con Peña me encontré años después en una reunión en la que terminé dando pena ajena. Pero eso fue durante mi época universitaria. Mis salidas durante la época escolar fueron con la gente de mi barrio. Con ellos empecé a conocer Barranca por las noches. Vienen a mi memoria nuestras salidas a discotecas como El fogón, La quinta encantada, La cabaña del tío Tom. Hoy todas sepultadas en la memoria de aquellos ochenteros que disfrutamos de aquella época. Lo curioso es que pocas veces nos poníamos a bailar, bueno solo cuando las chicas del barrio aceptaban salir con nosotros. Hacíamos entrar licor barato en bolsas que escondíamos entre los pliegues más ocultos del pantalón. Algunas veces éramos capturados y expulsados por esa semana de la discoteca. Cuando lográbamos hacer entrar el trago, buscábamos botellas de cervezas vacías y vertíamos el contenido de las bolsas en ellas. Luego, empezaba lo bueno. Ñingo, Cohique, Javier, Epa, el Gorgo, Joni, Dani… en fin. Cuando se acababa el trago, se acababa la diversión. Volvíamos a casa. Al salir, el aire nos afectaba a algunos, entonces empezábamos a potar todo el estómago. Cada dos o tres cuadras nos deteníamos por lo mismo. La tropa con paso de zombies seguía su curso sin detenerse por quienes nos retrasábamos. Serían entre las dos o tres de la mañana. Cada uno, al llegar a la puerta de su casa, trataba de entrar sin hacer el menor ruido. Muchas de nuestras madres, precavidas de eso, trancaban la puerta de acceso a las viviendas. A los desafortunados no nos quedaba otra que trepar por las paredes de las formas que pudiéramos dadas las condiciones. No pocas veces, quienes se iban alejando tenían que volver para ayudarnos. En ese momento, la ‘patita de gallo’ se transformaba en el salvador del desventurado. Una vez adentro de la casa, empezaba el proceso de levitación para no despertar a mamá. A la mañana siguiente, ella se encargaba de despertarnos lo más temprano posible como venganza por haber ingresado a casa sin que ella lo note.

Al inicio, esa escena se repetía cada vez que salíamos, pero después, mamá lo hizo a diario. Por eso, llegar al colegio era todo lo que un chico de mi generación era lo que menos deseaba. Como dije, en primero no me fue tan mal porque recién empezaba el cuesta abajo. Pero desde segundo hasta quinto fue martirizante. Hasta ahora, nadie sabe cómo terminé el colegio sin haber llevado cursos. Ni yo mismo lo entiendo. Ahora que soy profesor, y veo hacia atrás, imagino que para mis padres no fue tan sencillo batallar conmigo cada día. Sus charlas en la mesa cada vez que había oportunidad fueron, en ese momento, para mí, como golpes directos a mis oídos. Consejos y arengas. Palabras de aliento y carajeadas que solo trataban de encaminarme. Yo siento que ellos peleaban mucho porque ninguno daba en el clavo para enderezarme. También creo que lo de ellos fue un trabajo a largo alcance. En ese momento no estaba preparado para asimilar todo lo que decían. Pero todo eso se fue almacenando en alguna parte de mi ser. Algún día, cada una de sus palabras y miradas de apoyo cobrarían sentido. Nadie sabía cuándo. Nadie.

Actualmente, mi hija mayor tiene quince años. Es una bella persona. Tiene sus metas claras y ha alineado sus objetivos para poder cumplir sus sueños. A su edad, ha logrado muchas cosas que yo a la suya ni imaginaba que podían lograrse. La veo a mi lado y siento que, cada lágrima que mis padres derramaron, frustrados, tratando de formarme, cobra la dimensión que empezaron a bosquejar hace más de tres décadas conmigo.

Todavía veo a papá en la cabecera de nuestra mesa aquellos lejanos años ochenta secándose el sudor por no explotar contra mí por las noticias que le daba mamá sobre mi inconducta. Sonrío al sentir que mamá me abrazaba mil veces cuando me encontraba renegando por sentirme un miserable bueno para nada. Los veo desde esta distancia y siento que no me estaban enseñando a ser un buen hijo (eso estaba perdido para siempre), me estaban mostrado cómo ser un buen padre y mi regalo para ella será (mi padre me dejó hace algunos años) entregarle en mi hija a un ser maravilloso que ellos me ayudaron a formar hace décadas cuando yo sentía que nunca fui un prodigio para nada.

viernes, 24 de noviembre de 2023

🔴🟢 El abuelo que yo conocí

 

Papá y yo conocimos a un don José, mi abuelo, diferente. Conmigo fue un hombre bueno y querendón. Cada vez que llegaba a casa nos narraba graciosas anécdotas que nos arrancaban carcajadas infinitas. El primer recuerdo que tengo de él se remonta a los primeros años en que vivíamos en el barrio Ferrocarril. Él, por la edad que tenía, llegaba a casa con su paso lento, pero ligeramente vigoroso. Traía algunas cosas que cultivaba en su chacra de la campiña de Supe. En esa época, vivía con nosotros María. Él, a pesar de su edad, se desvivía por enamorarla. Ella, respetuosa y algo risueña, le correspondía con algo de gracia, pero los sesenta y pico de años que los separaban hacía imposible que sus ilusiones lleguen a buen puerto.
- Abuelo…
- ¿Qué pasa, Toñito?
- María nunca te hará caso.
- Toñito, a mi edad, que una mujer como ella me sonría es el paraíso mismo. Ya lo entenderás cuando te pase.
Mamá lo trataba como a un padre. Ambos se querían mucho. En él, encontraba a alguien que la protegía siempre y que velaba por ella en todo momento. Las veces que papá se ponía mal, recurría a él, primero para que lo ponga en vereda, una vez calmado el viejo, procedía a internarlo en la clínica como a una mansa paloma. También, cada vez que llegaba, ordenaba todo lo ordenable.
- Toñito, no puedes estar contestando a tu mamá.
- ¿Por qué, abuelito?
- Carajo, porque no debe hacerse.
- ¿Eso es todo, abuelito?
- Pues sí.
La vez que fuimos con mi papá a Supe a visitarlo, yo tendría cuatro o cinco años, nos invitó a visitar su chacra. Partimos a la mañana. Hacía algo de calor. Caminábamos por un sendero que recuerdo como ambientado en el Lejano Oeste. Algo desértico y solitario. Aunque ni tanto porque de pronto, apareció un jinete a caballo que era su amigo. Iba con sombrero de ala ancha y ropa de campesino. Se saludaron de manera campechana. Intercambiaron algunas bromas usuales.
- Sotelo, ¿van dos hijos y dos padres por un sendero? ¿Cuántas personas van?
- Santos, preguntas huevadas, debe ser porque ya estás viejo.
- Responde, viejo, ¿o quieres quedar mal con tu gente.
Una carcajada ensordecedora se escuchó en esa inmensidad. Ambos mezclaron sus atronadoras voces para apocar el silencio de ese momento. Jamás volví a ver a mi abuelo más eufórico que en ese instante, más eufórico y poderos. Antes de responder, extendió sus brazos todo lo que pudo. Cuando lo vi era como un cristo anciano lleno de picardía.
- Mira aquí, viejo decrépito. Aquí está tu respuesta.
En sus brazos extendidos nos abarcaba a mi padre y a mí. Yo seguía ignorante de todo. Lo miraba extasiado. Lo admiraba por eso: por ser un hombre dado a disfrutar el mundo. Algo que siempre quise ser yo y no he conseguido.
De pronto, Santos me miró. Me saludó levantando levemente su sombrero. Luego miró a mi abuelo.
- ¿Es tu nieto?
- Es mi pasaje al futuro.
Luego volvió a mirarme.
- Eh, niño, ¿has montado a caballo?
En medio de la confusión, volteé a mirar a papá, luego al abuelo. Este dirigió su mirada a Santos.
- No.
Mi abuelo tomó una resolución.
- Llévalo.
- ¿No se asustará?
- Es un Sotelo, mierda. Ten cuidado con tus palabras. La próxima vez que digas eso, te parto el hocico.
- Venga, niño.
Entre mi padre y mi abuelo me ayudaron a subir al caballo. Desde arriba, el mundo se veía diferente. Me así a la cintura de Santos de modo ligero, de tal manera que estuviera seguro, pero que a la vez no se notara mi terror. Lo que había dicho don José Sotelo era muy delicado y respetable, incluso para un niño de cuatro o cinco años. Poco a poco, mientras tomaba seguridad y me relajaba, empecé a disfrutar del paseo. El pánico inicial, terminó transformándose en emoción y adrenalina. Al final, pude ver el mundo de aquella época sometido a mis pies. Tuvieron que pasar cerca de cuarenta años para volver a cabalgar y volver a sentirme dueño del mundo, sin embargo, esa es otra historia que contaré en alguna otra oportunidad si mis amigos lectores me permiten la osadía.
Se necesitó casi un siglo para que el abuelo Sotelo pueda entender que no se podía ganar la palea contra el tiempo. Antes de eso, se dio el gusto de enterrar a dos mujeres que le dieron hijos maravillosos. Cinco mujeres de las cuales le sobrevivieron cuatro, y dos varones, de los cuales el más díscolo, borrachín, irrespetuoso con la vida y apasionado con el periodismo fue mi padre. Su relación estuvo llena de fuego y hielo. Se amaron como se aman la esperanza y los sueños; pero también tuvieron su carga de dolor como nos duelen las decepciones que nos hacen vivir las experiencias devastadoras. Papá siempre tuvo un respeto inconmensurable y total por su padre. Cuando hablaba de él, contaba sobre la severidad con la que lo trató, debe ser por eso que conmigo fue muy permisivo y amoroso. Me lo toleraba todo, incluso las veces que llegaba a casa cayéndome de borracho desde los doce años.
- ¿Qué pasó, Toñito? ¿Por qué vienes así?
- Papá, me encontré con mis amigos de la primaria. Tú sabes cómo son esas cosas…
- Carajo, hijito, si tu mamá se entera nos va a sacar la mierda a los dos. Anda, entra a tu cuarto sin que se dé cuenta. ¡Carajo!... saliste jodido como tu padre… puta madre.
Esa escena se repitió veces infinitas. Yo haciéndolo pasar vergüenza y él, apechugando por mí ante el mundo. Debe ser porque su padre jamás le perdonó una.
A fines de los años noventa, estuve viviendo en el Callao con mi tía María. Fue mi época dorada. El servicio militar me hizo conocer diversos tipos de gente, tipos con los que jamás me he vuelto a topar. Mi mundo, lleno de calma provinciana y experiencias silentes dieron un giro total. Amores explosivos, borracheras descomunales, amistades que hasta hoy conservo con alegría y regocijo. Fue en esa época que pude ver la última fotografía de mi abuelo. Mi tía viajó a Supe a verlo. Se fue con mi prima Julissa. Al volver, traían con ellas esa bendita foto, en ella, mi abuelo, muy distinto se veía muy a como lo recuerdo, se veía frágil, tierno, finito, acabado por el tiempo y abandonado totalmente por sus fuerzas de antaño, aparecía rodeado por las dos. Estaba sentado en una silla de mimbre en el patio de su casa de la avenida Córdoba. En esa casa, a la que fui en pocas ocasiones, en la que conocí a la triste tortuga que murió quemada por un descuido de mi abuelo. Esa casa que olía a vetusto, a distancia, a recuerdo que nunca pude atesorar. Esa casa que albergó ese último recuerdo de mi abuelo, por vivir mi mundo, mi nueva vida, preferí no asistir a su último adiós. Muchos me lo cuestionaron, pero yo tenía un motivo. En el fondo, prefería recordarlo como en mi infancia, peleando con sus amigotes para que no humillen su apellido, enamorando a mujeres imposibles, y de este modo, mostrándome una forma de vivir apasionada que, si para mí es imposible hasta ahora, sé que no está lejos, al menos en mis esperanzas.

domingo, 12 de noviembre de 2023

El cine que me dejó

 Barranca tenía tres cines en la misma calle principal, pero colocadas de manera equidistante como para que los barrios circundantes puedan acceder a ellos sin necesidad de caminar demasiado. El América se encontraba más al Sur; el Chimú, en pleno centro; y el Casanova al Norte. La primera vez que fui debe haber sido con mis padres a ver alguna película infantil. Ese dato se ha escapado a mi memoria. Los pasillos de los tres se han replicado en los cines modernos. Asientos a modo de anfiteatro griego. La iluminación era efectista porque a los niños que íbamos, nos hacía vivir una aventura llena de adrenalina cada vez que por los intermedios teníamos que ir al baño. Uno salía y, como no se veía nada, nunca sabía cómo regresar. Uno de esas veces, le dije a María, quien era la adulta que nos llevaba a algunos púberes y niños, que iría al baño. Ella me recomendó que trate de fijarme bien en los pasos de subida y la dirección en que estábamos sentados. Lo que no midió ella era que yo, incluso hoy, tengo severos problemas para diferenciar izquierda y derecha, y que los asientos están, de ida, hacía un lado, y de regreso, por ley del espejo, hacia el otro. Con todo y eso, me aventuré. Conté los pasos. Estuve tan concentrado en eso, que de pronto, me vi sorprendido en la puerta del baño. Pasé. Estaba vacío. Hasta ahí todo bien. De regreso, solo se veía la enorme pantalla, también muchas cabezas que emitían silenciosos murmullos en medio del cual empecé a bajar para buscar el lugar de donde salí. Empecé a caminar de vuelta, pero con los nervios, se me olvidó la cantidad de pasos que había contado. El descenso lo hice más lento, tanteando cada paso, tratando de descubrir algún indicio que me haga encontrar a mis amigos. El cine, como cada vez que íbamos, estaba totalmente lleno. Poco a poco, empezaba a caer en la desesperación. Cuando estaba a punto de  gritar, una mano me tomó por la muñeca.

- No vayas a empezar a llorar.

- ¿María?

- Cállate y camina conmigo.

Las películas que vienen a mi mente después de tantos años son pocas: El tulipán negro, Lulú, Parchís, La sonrisa de mamá. Estas fueron durante mi infancia. Para mi adolescencia, hay dos bloques bien marcados, para esto, hay que tener presente que fue María la que seguía liderando al grupo y como toda mujer romántica su pasión se volcaba hacia las películas hindúes, su corazón estaba conquistado por Amitabh Bachchan. Desayuno, almuerzo y cena eran su tema recurrente. Nos llevó a todos los chiquillos del barrio a verlo. Yo fui uno de los pocos varones que asistió siempre. No fue por voluntad propia. Lo que pasaba era que mis hermanas adolescentes compartían su amor secreto. Así que papá me obligaba a ir. Como nunca me han gustado las películas cantadas (y las hindúes son la joya de la corana en esto junto a las animadas de Disney), aprovechaba las dos horas para dormir a pierna suelta.

Cuando los años empezaron a pasar, los varones conseguimos uno que otro trabajo, con el dinero adquirido, nos íbamos al cine por nuestra cuenta. Esta segunda etapa me permitió disfrutar de obras como Rambo 3, las de Van Dame, también muchas otras de acción. Un dato aparte fue que en estas películas vi por primera vez los senos de una mujer. En el barrio, mis compañeros alucinaban con esos temas. Yo trataba de no quedarme atrás, pero en realidad, era un neófito en el tema, así que cuando ellos hablaban de esos temas, yo escuchaba atento para luego inventarme alguna historia y no quedar como un cojudo. Fue en una película de acción. El protagonista huía con la chica, luego, llegó la noche, ella se acostó, la chica dijo que se iba a bañar, pero en realidad solo se desnudó. Apareció de espaldas a la cámara. Luego, se le enfocó de frente y… ¡Dios mío! Lo curioso fue que esa vez, como muy pocas, María había aceptado ir con nosotros. Yo la tuve a mi lado cuando sucedió todo.

- ¡Que ricas!

Cuando ella escuchó mi comentario, solo atinó a lanzar una ligera sonrisa coqueta.

Para entrar a cualquiera de los cines, teníamos que hacer colas larguísimas. Muchas veces, esperábamos parados por algunas horas para poder comprar las entradas. A la puerta de las salas del cine Chimú se apostaban vendedores ambulantes que ofrecían sus productos a todos los que pasábamos por ahí. El ingreso era una fiesta que todos disfrutábamos de principio a fin. De niño iba a las funciones de matinee; en mi primera adolescencia, cambiamos a vermouth; y en la segunda, a noche. Lo que no cambiaba era la emoción de hacer las colas eternas mientras conversabas, el griterío de los vendedores, la ansiedad al ir baño, los gritos pidiendo silencio cuando alguien se ponía a hablar durante la proyección. El mar humano que cada fin de semana se dirigía a disfrutar de dos horas de películas lo hacía con alegría y fraternalmente.

La última vez que fui, fue todo diferente. Mi adolescencia había terminado hacía mucho. Vivía en Lima y venía de vez en cuando a visitar a mis hermanas y a mi papá. Mamá estaba en Argentina. María se había ido a Chile. Pelito, cuando llegué, me dijo que quería ver una película. Para eso, los DVD habían llegado para adueñarse de una época que fue maravillosa. Fui a comprar el disco, que estaba frente al viejo cine Chimú. A pesar que era temprano, sus puertas estaban abiertas. Me adentré con nostalgia al recordar lo que sucedió entre sus pasillos. En la cartelera, cuyo estilo no cambió en tantos años, anunciaban la película que quería ver mi hermana. Todavía estaban disponibles las tres funciones. Fui volando a casa para decirle a Pelito que se aliste que después de almorzar, iríamos al cine. Salimos a tiempo para ir caminando. Con la ansiedad de vivir todo aquello de nuevo, llevé a mi hermana casi corriendo. Cuando entré, el corredor estaba desierto. Al fondo, solo una señora, sentada con una canastita de dulces y galletas, esperaba al, hasta ahora, inexistente público. Pasamos lentamente hasta la boletería.

- Dos boletos.

- Joven, hoy no habrá función.

- No.

- ¿Por qué?

- No ve que no hay gente.

Miré a mi hermana. Ella no entendió mi gesto inefable, solo atinó a pedir que nos vayamos. Rodeé mi brazo por su hombro y tomamos rumbo hacia la entrada. Bajamos las breves escaleras y, cuando estábamos a punto de cruzar la pista para ir a comprar el DVD, nos detuvo una persona.

- ¿Joven, seguro que quiere ver la película?

Miré a mi hermana cuyo rostro decía que sí. Nos dirigimos a la boletería nuevamente, pagué las dos entradas y, sin darnos cuenta, estábamos sentados en las butacas. Jamás en mi vida he vuelto a sentir el peso de la nostalgia tan fuerte como en ese instante. Todo vacío, en silencio. Solos mi hermana y yo. De pronto, apagaron las luces que dieron inicio a la función. Por la mitad, decidí ir al baño. Regresé al poco tiempo, me senté y, al hacerlo, cayó una lágrima que anunciaba el fin de una época.

domingo, 26 de febrero de 2023

El bautizo improvisado

El tres de septiembre de 1995 terminó mi servicio militar obligatorio. Crucé por última vez el portón de Contralmirante Mora una mañana soleada de primavera con algunos compañeros, con quienes habíamos compartido durante dos años muchas experiencias que nos harían hermanos para siempre, aunque a muchos de ellos no los haya vuelto a ver más. Pero mi experiencia en el servicio no había empezado hacía dos años. Todas aquellas personas que han hecho vida naval saben que antes de ingresar a hacer servicio activo, tienes que pasar por una rigurosa selección que empieza mucho antes. Esas fechas se han escapado de mi memoria como otras tantas cosas. La mente es así: muchas veces ingrata con los buenos momentos. Sin embargo, a pesar de todo, uno que otro se aferra vivamente a mi recuerdo. Justamente uno en particular viene a mi memoria con insistencia y, para tranquilizarme, tengo que contarlo.

Un buen grupo de chiquillos, casi saliendo de la adolescencia, nos dirigíamos al Centro Médico Naval para iniciar nuestros exámenes de rigor. Muchos se quedarían en el camino al no poder cumplir los exigentes requisitos. Fue la primera vez en que me encontraba en medio de tanta gente a quienes no conocía. Como todas las veces, siempre hay alguien que logra destacar por su personalidad ante lo desconocido. Esta vez, para nosotros, fue el ‘Negro’ Ricardo Santamaría. Él era dueño del escenario. Vociferaba. Se reía a carcajadas. Escenificaba con el cuerpo cada cosa que decía. Todos a su alrededor reíamos y empezábamos a hacer collera cuando notamos que nos acercábamos a la puerta principal. De pronto, lo perdí de vista al ingresar al recinto. Todos tuvimos nuestro primer choque con a quienes se les llama ‘antiguos’. Jóvenes quienes ingresaron antes al servicio y, por tanto, tenían autoridad sobre uno. Como todo centro médico, este también poseía pasadizos angostos en los cuales teníamos que formarnos para entrar a diversos consultorios. Estos ‘antiguos’ eran los encargados de mantener el orden en las filas. Estaban vestidos con el típico uniforme blanco, el cual corresponde a época de verano.  Todos los postulantes manteníamos un orden sacrosanto. Sin que nadie nos diga algo nos manteníamos en silencio y sin movernos de donde nos colocaron. Es increíble lo que puede hacer el miedo a lo desconocido. Miedo incluso a pesar de que éramos una buena cantidad quienes hacíamos las filas. Si los ‘antiguos’ no hubieran estado, creo que igual hubiésemos mantenido todo en estricto orden; pero ahí estaban, deambulando como moscas alrededor de nosotros: al acecho. De pronto, como guiados por un mandato imperceptible, empezaron a hacer preguntas con ese aire de autoridad que les daba el nimio acontecimiento de haber entrado al servicio antes que nosotros. “¿Cómo te llamas?, ¿de dónde eres?, ¿tienes cigarros?”. En nuestras respuestas empezaba a notarse ese tufillo de terror que tratas de ocultar con sonrisas estúpidas que no convencían a nadie. “¿Por qué no respondes?, ¿crees que soy huevón?, ¿a quién le has dado mis cigarrillos, mierda?” En la medida de que los antiguos empezaban a subir el tono de su voz, empezábamos a entrar en pánico. A pesar de todo, nadie se movía. En algún lugar se escuchó que a alguien lo golpeaban con la macana que tenían. En ese momento, un ‘antiguo’ se me acercó. “Así que ustedes son relajados”. “No, antiguo”. “¡Calla, mierda!”. Sentí un golpe a la altura del omoplato. Un golpe seco. Cuando volteé a ver al ‘antiguo’, en su mirada había rabia. Me sorprendió que jóvenes mayores que nosotros por algunos meses, nos golpearan y trataran de humillarnos sin motivo alguno. Esa rabia la he vuelto a ver, muchos años después, en algunos de mis alumnos que se nota que están enfadados con la vida. “¿Me has traído cigarrillos?”. “No, antiguo”. Esta vez los golpes fueron en el dorso de la mano. El dolor que se experimenta es terrible. En esa parte no hay músculos que amortigüen los golpes. Cae como una piedra sobre los huesos metacarpianos. Otra vez. Parecía que sabía dónde golpear para lastimar. Luego tomó mi muñeca y la separó del muslo donde estaba. “¡Pega la mano, carajo!”. Golpe. Otro ‘antiguo’ se acercó. El primero me soltó la muñeca y mi mano cayó. Volvió a hacer lo mismo. “¡Pega la mano, mierda!”. No entendía lo que me quería decir. Golpe. “Pega tu mano a tu muslo, calichín o te va a seguir gomeando. No seas huevón”. Entendí. Cuando quiso separar mi mano de mi muslo, ya no pudo. “¡Así, carajo!”. Miró hacia adelante. Antes de irse con el otro ‘antiguo’ volvió a golpearme, pero esta vez en la cabeza. Siguió avanzado por entre las filas. Golpeaba a diestra y siniestra. Sin motivo. Las horas fueron pasando. Los castigos eran de los más variados. Golpes con el garrote o con los puños. Apagar cigarrillos en las manos o en el pecho. Cuando por fin terminó todo, pudimos salir hacia la calle en un desbande superlativo. Los pasadizos arrojaban chiquillos de todos los colores y tamaños con el denominador común de haber sobrevivido al bautizo improvisado. 

Cerca de la puerta del centro médico me volví a encontrar con Ricardo. Lo rodeaba un grupo que parecía adorarlo. Acusaba ciertos moretones en el rostro. Su cabello ensortijado fue cortado sobre la frente. A pesar de eso, él iba muy relajado contando chistes, algunos de ellos los recuerdo hasta hoy. Hace algunos meses pude contactarme con él después de casi tres décadas. Le hice recordar la escena de los chistes.

- ¿Santamaría, te acuerdas de eso?

- Claro, Corky. ¡Cómo me voy a olvidar!

- Negrito, ese día todos te admiramos. Todos estábamos muy asustados al salir. Pensábamos nunca más regresar, pero cuando te vimos sin miedo y riéndote de lo que nos había pasado, muchos, como yo, por ejemplo, dijimos que si el Negro Santamaría puede, todos podemos. Nos diste una luz de esperanza, Negro. Nos salvaste en ese día, por eso regresamos a la Marina.

- ¿Corky, sabes una cosa?

- ¿Qué, Negro?

- Ese día me puse a contar chiste porque me cagaba de miedo.

domingo, 29 de agosto de 2021

Mano a mano

Papá estaba sentado en el centro de la sala, cierta quietud dejaba entrever que algo lo afanaba. Cuando pasé por ahí, pude observar que tenía entre sus manos una vieja radio a pilas, la cual había comprado hacía mucho tiempo a un mercachifle en el mercado que estaba cerca a nuestra casa. En sus muchas horas de soledad, lo había acompañado, pero últimamente, lo ponía de mal humor por sus constantes desperfectos. Así sucede con la mayoría de nosotros cuando tenemos necesidad de algo que se aproxima a sus final.
Papá trataba de sintonizar alguna emisora de manera infructuosa; al parecer tenía tiempo porfiando con la radio pero nada de lo que hacía daba resultados positivos. Cuando notó que lo observaba, levantó la mirada y me dijo que quería escuchar música, pero que alguien había malogrado su radio.
- Siempre hay gente envidiosa que no soporta verme feliz.
- ¿Qué quieres escuchar, viejo?
Se quedó quieto. Ladeó ligeramente la cabeza hacia el lado izquierdo. Pestañeó de manera pausada. Después de unos breves segundos, me miró.
- Carlos Gardel... Mano a mano.
Saqué mi celular, busqué en el Youtube, seleccioné su pedido y, cuando empezaba a reproducirse, le mostré el vídeo. Se quedó mirando la pantalla con ojos sorprendidos, cada vez más abiertos. En sus labios se empezaron a dibujar una enorme sonrisa. Sus brazos se elevaron en un acto de alabanza, euforia y correspondencia con el momento. Se puso de pie como pudo. Dio unos pasos al frente y empezó a girar pausadamente sobre su eje al ritmo de un baile discordante que solo él podía entender. Bailaba. Bailaba solo. Bailaba mal siguiendo la canción que escuchaba en el celular. En cada giro que daba podía ver en sus ojos que se iba alejando del presente. De pronto, ya no estaba aquí.

Cuando finalizó la canción, se quedó en pie, suspendido en medio de su recuerdo, el cual nunca me confesaría. Se había acabado ese instante. Él estaba de pie, agotado, eufórico. De pronto, giró para verme, me tocó el hombro mientras me pedía que lo ayude a sentarse. Una lágrima, en ese preciso instante, cruzaba el abismo que va desde su mejilla hacia el suelo, donde finalmente se mezclaría con la tierra que hacía poco se había elevado para darle un vaporoso marco a esa escena que nunca se volvería a repetir. 

viernes, 14 de junio de 2019

🔴🟢 Campeón

Todo sucedió en el local de Gloria. Los chiquillos del barrio, cada fin de semana, nos reuníamos para beber algunas cervezas. Lo merecíamos: de lunes a sábado trabajábamos duro; pero  los fines de semana, cambiábamos la rutina.
Sería al rededor de la medianoche. Papá, como nunca, llegó a buscarme. Cuando ingresó, todos voltearon a verlo. Yo me quedé en una pieza. Epa se le acercó y lo invitó para que se nos uniera. No sé que pasó por su cabeza, pero terminó aceptando, a pesar de lo crítico que era con mis amistades. Las cervezas iban y venían mientras las horas avanzaban. Desde que papá llegó, hasta ese momento estuve muy incómodo porque estaba invadiendo mi espacio, un espacio que no le pertenecía. Los demás parecían no notarlo. Por su forma de ser, había colonizado con sus bromas y mil ocurrencias todo mi territorio.
En medio de las risas y saludes, papá se acercó lento y tambaleante al centro del grupo. Con él llevaba arrastrando la vieja mesa que estuvo en silencio, a un lado, como esperando a que la tomé en cuenta para su hazaña. Todos se detuvieron y giraron a mirarlo. Se colocó frente a mí. Fue levantando la mesa sobre su cabeza mientras mis ojos casi salían de sus órbitas. Nuestras miradas se encontraron. Fue cuando empezó a gritar que yo era un campeón. Lo repitió unas dos o tres veces.
Recuerdo que Cohique, que tal vez notó que estaba avergonzado, se me acercó y me dijo que lo que mi papá quería demostrarle a todos era que yo era muy importante para él.

De eso han pasado casi treinta años. En ese lapso, papá se ha vuelto viejo y yo, un adulto poco exitoso. Papá ya no puede caminar bien, menos cargar una mesa sobre su cabeza. Pero cuando me mira, siento  que sigue gritando que soy un campeón... que sigo siendo su campeón.