Ferrocarril,
el barrio donde crecí, a principios de la década de los ochenta, poseía los
típicos personajes que hasta hoy perduran. Estaba el señor Muñoz, el renegón
que si la pelota golpeaba su puerta, nos la reventaba cuando estaba de
mal humor aunque cuando estaba tranquilo, la guardaba y no nos la
regresaba. Lo bueno es que allí salía a nuestro rescate Coquito, su hijo, para
regresarnos el balón. También estaban los borrachines que se reunían al caer la
noche en el hall de la tía Julia para darse de copetines (esa añeja tradición
continúa, obvio que algunos ya partieron, pero han sido relevados por los niños
de aquella época). Las infaltables chismosas que todo barrio decente posee
también existían en el mío. Su punto de reunión era la tiendita del costado de
mi casa, donde la señora Raimunda, quien siempre andaba de buen humor con todos
los del barrio. Aunque tengo mis sospechas de que esa alegría solo era para
afuera, pues a sus nietos, el Sambo y la Noelia, los castigaba severamente. Lo
sé porque a la hora del almuerzo escuchábamos sus gritos desesperados de
súplica. Imagino que pidiendo que ya nos les pagara más. Mamá, hábilmente,
aprovechaba esa desventura de mis amigos para decirnos que si no comíamos toda
la comida, llamaría a la señora Raimunda para que nos dé de comer. Y, de
pronto, como por arte de magia, comíamos calladitos.
Mamá
siempre fue muy amiguera, al poco tiempo de llegar, ya era comadre de medio
barrio. A mí, me preocupaba su nueva amistad con la señora Raimunda. Cuando
pasaba el tiempo y nos dimos cuenta que ella jamás iría a la casa a darnos de
comer, me parece que fue cuando decidió pedirle sus consejos para aplicarlos
con nosotros. Desde esa época, los gritos de desesperación a la hora del
almuerzo, ya no solo eran de parte del Sambo y la Noelia, nosotros nos sumamos
a la corte de gritones que desesperados pedían clemencia para no tomar la sopa.
Nuevo inquilino del barrio |
De todas las comadres que mamá atesoraba, habían dos que eran
especiales, la señora Licha, que tenía solo hijos varones y la señora Irma, que
era muy alegre y buena gente. Las dos siempre iban a casa; eran inseparables.
Corría el año 1982, cuando sucedió el acontecimiento que marcaría un hito en el
barrio. Y cierta temporal distancia entre Mamá y la señora Irma. Resulta que el
señor Catarro, el marido de la señora Irma, que era camionero, trajo una
pequeña caja de plástico de color crema con una especie de espejo. Lo curioso
era que si movías ciertos botones, lo que parecía que era el espejo, cobraba
vida. Desfilaban a través de él, incontables personajes que, hasta ese momento,
no entendía cómo entraron en la caja. Con el tiempo eso dejo de importarme.
Koki, el hijo de la señora Irma, me dijo que se llama televisor y que su papá
lo había comprado en uno de sus viajes a Lima. Entonces, el punto de reunión de
las personas del barrio, dejó de ser la tiendita de la señora Raimunda, y pasó
a ser la casa de la señora Irma. Las novelas de Lucía Méndez eran lo que
detenían nuestro barrio por las tardes. Cuando la señora Irma, decidió cobrar
una moneda de 100 soles de oro para poder dejar ver la televisión, la gente
empezó a disminuir. Como ella me quería mucho, a veces, no me cobraba. Pero,
eso solo fue al principio. Luego pasé a formar parte del infaltable sequito de
contribuyentes que cada tarde, al caer el sol, desfilaba con su enorme moneda
blanca frente a ese televisor. De pronto, Mamá dejó de darme la moneda y por
tanto a la hora que Koki pasaba con su latita para cobrar la moneda, aunque yo
le pedía que me fíe y que decía que le pagaría otro día, no funcionaba.
Entonces, tenía que retirarme de su casa. Una vez, Mamá regresó temprano de su
colegio nocturno, donde terminaba sus estudios secundarios, y me encontró
llorando en la puerta de la casa. Ella se me acercó sorprendida y me abrazó
tiernamente. Hasta hoy lo recuerdo. Sin saber, todavía, el motivo, se puso a
llorar conmigo. Le conté lo que me sucedía cada noche cuando quería ver
televisión. Me apretó más fuerte contra su pecho y me dijo que confiara en
ella, pensé que le pegaría a Koki, o en todo caso le haría tomar la sopa al
estilo de la señora Raimunda, pero no fue así.
Mamá me pidió que confiara en ella |
Había llegado junio y Perú participaría en el mundial de España. Papá
tuvo una crisis nerviosa y tuvo que ser internado en Lima. Por el costo de los
pasajes y la comida, Mamá tuvo que viajar sola, así que nos dejó al cuidado de
las vecinas y nos prometió que regresaría pronto y que si nos portábamos bien
nos traería una sorpresita. No recuerdo cuánto tiempo estuvo por Lima, lo que
sí recuerdo es que cuando volvió, traía consigo a Papá que ya estaba mejor y
llegaba muy alegre. Nos abrazó a todos y nos dijo que nos había extrañado.
Lloramos en sus brazos. Papá siempre fue un hombre alegre. Algo renegón pero
jamás nos hizo mal. El auto que los trajo a casa estaba afuera y los muchachos
del barrio se habían aglomerado alrededor. Mamá les dijo que ayudaran a pasar
las cosas y ellos entusiasmado cargaron los pocos bultos que llegaban de la
capital. La curiosidad de todos nosotros se centró en una enorme caja de cartón
que tuvimos que cargar entre varios porque era algo pesada. Cuando terminamos
de bajar todo, Mamá le pagó al chofer y después de darles las gracias a los
muchachos del barrio les pidió que nos dejaran solos. Ya en la intimidad
de nuestro hogar, el regreso el Papá pasó a segundo plano. Papá y Mamá se
lanzaban miradas cómplices. Él nos preguntó si en su ausencia, habían apoyado a
Mamá. Aunque no era cierto, todos gritamos que sí. Mamá también nos preguntó si
en su ausencia, fuimos buenos chicos con las vecinas. Otra vez dijimos que sí,
pero, esta vez, sí fue cierto. Entonces, otra vez en coro, preguntamos qué hay
en la caja. Una sorpresita. ¿Podemos abrirla? Antes de que dieran la orden,
ambos nos rodearon entre sus brazos y se pusieron a llorar. Cuando nos dieron
la autorización, escapamos de sus brazos como peces que anhelan libertad. Todos
rodeamos la caja. Una cuerda aseguraba que las tapas no se abran. Jalamos por
un lado y nada. Jalamos por otro y nada. Debimos haber protagonizado una escena
muy graciosa porque Papá y Mamá se reían abrazados al mirarnos. Pasaron algunos
minutos y decidieron ayudarnos. Jalaron una de las puntas de la cuerda y como
por arte de magia, las tapas de la caja cedieron. Yo fui el primero en
acercarme. Cuando pude ver lo que había dentro, no podía creerlo. Era un
televisor. Lentamente fui donde Mamá, la abracé por la cintura y me puse a
llorar. Solo lloraba. No recuerdo más.
Solo recuerdo que lloraba y Mamá lloraba conmigo.