domingo, 3 de noviembre de 2013

Nuestro primer televisor




Ferrocarril, el barrio donde crecí, a principios de la década de los ochenta, poseía los típicos personajes que hasta hoy perduran. Estaba el señor Muñoz, el renegón que si la pelota golpeaba su puerta, nos la reventaba cuando estaba de mal  humor aunque cuando estaba tranquilo, la guardaba y no nos la regresaba. Lo bueno es que allí salía a nuestro rescate Coquito, su hijo, para regresarnos el balón. También estaban los borrachines que se reunían al caer la noche en el hall de la tía Julia para darse de copetines (esa añeja tradición continúa, obvio que algunos ya partieron, pero han sido relevados por los niños de aquella época). Las infaltables chismosas que todo barrio decente posee también existían en el mío. Su punto de reunión era la tiendita del costado de mi casa, donde la señora Raimunda, quien siempre andaba de buen humor con todos los del barrio. Aunque tengo mis sospechas de que esa alegría solo era para afuera, pues a sus nietos, el Sambo y la Noelia, los castigaba severamente. Lo sé porque a la hora del almuerzo escuchábamos sus gritos desesperados de súplica. Imagino que pidiendo que ya nos les pagara más. Mamá, hábilmente, aprovechaba esa desventura de mis amigos para decirnos que si no comíamos toda la comida, llamaría a la señora Raimunda para que nos dé de comer. Y, de pronto, como por arte de magia, comíamos calladitos.
Mamá siempre fue muy amiguera, al poco tiempo de llegar, ya era comadre de medio barrio. A mí, me preocupaba su nueva amistad con la señora Raimunda. Cuando pasaba el tiempo y nos dimos cuenta que ella jamás iría a la casa a darnos de comer, me parece que fue cuando decidió pedirle sus consejos para aplicarlos con nosotros. Desde esa época, los gritos de desesperación a la hora del almuerzo, ya no solo eran de parte del Sambo y la Noelia, nosotros nos sumamos a la corte de gritones que desesperados pedían clemencia para no tomar la sopa.
Nuevo inquilino del barrio

De todas las comadres que mamá atesoraba, habían dos que eran especiales, la señora Licha, que tenía solo hijos varones y la señora Irma, que era muy alegre y buena gente. Las dos siempre iban a casa; eran inseparables. Corría el año 1982, cuando sucedió el acontecimiento que marcaría un hito en el barrio. Y cierta temporal distancia entre Mamá y la señora Irma. Resulta que el señor Catarro, el marido de la señora Irma, que era camionero, trajo una pequeña caja de plástico de color crema con una especie de espejo. Lo curioso era que si movías ciertos botones, lo que parecía que era el espejo, cobraba vida. Desfilaban a través de él, incontables personajes que, hasta ese momento, no entendía cómo entraron en la caja. Con el tiempo eso dejo de importarme. Koki, el hijo de la señora Irma, me dijo que se llama televisor y que su papá lo había comprado en uno de sus viajes a Lima. Entonces, el punto de reunión de las personas del barrio, dejó de ser la tiendita de la señora Raimunda, y pasó a ser la casa de la señora Irma. Las novelas de Lucía Méndez eran lo que detenían nuestro barrio por las tardes. Cuando la señora Irma, decidió cobrar una moneda de 100 soles de oro para poder dejar ver la televisión, la gente empezó a disminuir. Como ella me quería mucho, a veces, no me cobraba. Pero, eso solo fue al principio. Luego pasé a formar parte del infaltable sequito de contribuyentes que cada tarde, al caer el sol, desfilaba con su enorme moneda blanca frente a ese televisor. De pronto, Mamá dejó de darme la moneda y por tanto a la hora que Koki pasaba con su latita para cobrar la moneda, aunque yo le pedía que me fíe y que decía que le pagaría otro día, no funcionaba. Entonces, tenía que retirarme de su casa. Una vez, Mamá regresó temprano de su colegio nocturno, donde terminaba sus estudios secundarios, y me encontró llorando en la puerta de la casa. Ella se me acercó sorprendida y me abrazó tiernamente. Hasta hoy lo recuerdo. Sin saber, todavía, el motivo, se puso a llorar conmigo. Le conté lo que me sucedía cada noche cuando quería ver televisión. Me apretó más fuerte contra su pecho y me dijo que confiara en ella, pensé que le pegaría a Koki, o en todo caso le haría tomar la sopa al estilo de la señora Raimunda, pero no fue así.
Mamá me pidió que confiara en ella

Había llegado junio y Perú participaría en el mundial de España. Papá tuvo una crisis nerviosa y tuvo que ser internado en Lima. Por el costo de los pasajes y la comida, Mamá tuvo que viajar sola, así que nos dejó al cuidado de las vecinas y nos prometió que regresaría pronto y que si nos portábamos bien nos traería una sorpresita. No recuerdo cuánto tiempo estuvo por Lima, lo que sí recuerdo es que cuando volvió, traía consigo a Papá que ya estaba mejor y llegaba muy alegre. Nos abrazó a todos y nos dijo que nos había extrañado. Lloramos en sus brazos. Papá siempre fue un hombre alegre. Algo renegón pero jamás nos hizo mal. El auto que los trajo a casa estaba afuera y los muchachos del barrio se habían aglomerado alrededor. Mamá les dijo que ayudaran a pasar las cosas y ellos entusiasmado cargaron los pocos bultos que llegaban de la capital. La curiosidad de todos nosotros se centró en una enorme caja de cartón que tuvimos que cargar entre varios porque era algo pesada. Cuando terminamos de bajar todo, Mamá le pagó al chofer y después de darles las gracias a los muchachos del barrio les pidió que  nos dejaran solos. Ya en la intimidad de nuestro hogar, el regreso el Papá pasó a segundo plano. Papá y Mamá se lanzaban miradas cómplices. Él nos preguntó si en su ausencia, habían apoyado a Mamá. Aunque no era cierto, todos gritamos que sí. Mamá también nos preguntó si en su ausencia, fuimos buenos chicos con las vecinas. Otra vez dijimos que sí, pero, esta vez, sí fue cierto. Entonces, otra vez en coro, preguntamos qué hay en la caja. Una sorpresita. ¿Podemos abrirla? Antes de que dieran la orden, ambos nos rodearon entre sus brazos y se pusieron a llorar. Cuando nos dieron la autorización, escapamos de sus brazos como peces que anhelan libertad. Todos rodeamos la caja. Una cuerda aseguraba que las tapas no se abran. Jalamos por un lado y nada. Jalamos por otro y nada. Debimos haber protagonizado una escena muy graciosa porque Papá y Mamá se reían abrazados al mirarnos. Pasaron algunos minutos y decidieron ayudarnos. Jalaron una de las puntas de la cuerda y como por arte de magia, las tapas de la caja cedieron. Yo fui el primero en acercarme. Cuando pude ver lo que había dentro, no podía creerlo. Era un televisor. Lentamente fui donde Mamá, la abracé por la cintura y me puse a llorar. Solo lloraba. No recuerdo más. Solo recuerdo que lloraba y Mamá lloraba conmigo.