viernes, 24 de noviembre de 2023

🔴🟢 El abuelo que yo conocí

 

Papá y yo conocimos a un don José, mi abuelo, diferente. Conmigo fue un hombre bueno y querendón. Cada vez que llegaba a casa nos narraba graciosas anécdotas que nos arrancaban carcajadas infinitas. El primer recuerdo que tengo de él se remonta a los primeros años en que vivíamos en el barrio Ferrocarril. Él, por la edad que tenía, llegaba a casa con su paso lento, pero ligeramente vigoroso. Traía algunas cosas que cultivaba en su chacra de la campiña de Supe. En esa época, vivía con nosotros María. Él, a pesar de su edad, se desvivía por enamorarla. Ella, respetuosa y algo risueña, le correspondía con algo de gracia, pero los sesenta y pico de años que los separaban hacía imposible que sus ilusiones lleguen a buen puerto.
- Abuelo…
- ¿Qué pasa, Toñito?
- María nunca te hará caso.
- Toñito, a mi edad, que una mujer como ella me sonría es el paraíso mismo. Ya lo entenderás cuando te pase.
Mamá lo trataba como a un padre. Ambos se querían mucho. En él, encontraba a alguien que la protegía siempre y que velaba por ella en todo momento. Las veces que papá se ponía mal, recurría a él, primero para que lo ponga en vereda, una vez calmado el viejo, procedía a internarlo en la clínica como a una mansa paloma. También, cada vez que llegaba, ordenaba todo lo ordenable.
- Toñito, no puedes estar contestando a tu mamá.
- ¿Por qué, abuelito?
- Carajo, porque no debe hacerse.
- ¿Eso es todo, abuelito?
- Pues sí.
La vez que fuimos con mi papá a Supe a visitarlo, yo tendría cuatro o cinco años, nos invitó a visitar su chacra. Partimos a la mañana. Hacía algo de calor. Caminábamos por un sendero que recuerdo como ambientado en el Lejano Oeste. Algo desértico y solitario. Aunque ni tanto porque de pronto, apareció un jinete a caballo que era su amigo. Iba con sombrero de ala ancha y ropa de campesino. Se saludaron de manera campechana. Intercambiaron algunas bromas usuales.
- Sotelo, ¿van dos hijos y dos padres por un sendero? ¿Cuántas personas van?
- Santos, preguntas huevadas, debe ser porque ya estás viejo.
- Responde, viejo, ¿o quieres quedar mal con tu gente.
Una carcajada ensordecedora se escuchó en esa inmensidad. Ambos mezclaron sus atronadoras voces para apocar el silencio de ese momento. Jamás volví a ver a mi abuelo más eufórico que en ese instante, más eufórico y poderos. Antes de responder, extendió sus brazos todo lo que pudo. Cuando lo vi era como un cristo anciano lleno de picardía.
- Mira aquí, viejo decrépito. Aquí está tu respuesta.
En sus brazos extendidos nos abarcaba a mi padre y a mí. Yo seguía ignorante de todo. Lo miraba extasiado. Lo admiraba por eso: por ser un hombre dado a disfrutar el mundo. Algo que siempre quise ser yo y no he conseguido.
De pronto, Santos me miró. Me saludó levantando levemente su sombrero. Luego miró a mi abuelo.
- ¿Es tu nieto?
- Es mi pasaje al futuro.
Luego volvió a mirarme.
- Eh, niño, ¿has montado a caballo?
En medio de la confusión, volteé a mirar a papá, luego al abuelo. Este dirigió su mirada a Santos.
- No.
Mi abuelo tomó una resolución.
- Llévalo.
- ¿No se asustará?
- Es un Sotelo, mierda. Ten cuidado con tus palabras. La próxima vez que digas eso, te parto el hocico.
- Venga, niño.
Entre mi padre y mi abuelo me ayudaron a subir al caballo. Desde arriba, el mundo se veía diferente. Me así a la cintura de Santos de modo ligero, de tal manera que estuviera seguro, pero que a la vez no se notara mi terror. Lo que había dicho don José Sotelo era muy delicado y respetable, incluso para un niño de cuatro o cinco años. Poco a poco, mientras tomaba seguridad y me relajaba, empecé a disfrutar del paseo. El pánico inicial, terminó transformándose en emoción y adrenalina. Al final, pude ver el mundo de aquella época sometido a mis pies. Tuvieron que pasar cerca de cuarenta años para volver a cabalgar y volver a sentirme dueño del mundo, sin embargo, esa es otra historia que contaré en alguna otra oportunidad si mis amigos lectores me permiten la osadía.
Se necesitó casi un siglo para que el abuelo Sotelo pueda entender que no se podía ganar la palea contra el tiempo. Antes de eso, se dio el gusto de enterrar a dos mujeres que le dieron hijos maravillosos. Cinco mujeres de las cuales le sobrevivieron cuatro, y dos varones, de los cuales el más díscolo, borrachín, irrespetuoso con la vida y apasionado con el periodismo fue mi padre. Su relación estuvo llena de fuego y hielo. Se amaron como se aman la esperanza y los sueños; pero también tuvieron su carga de dolor como nos duelen las decepciones que nos hacen vivir las experiencias devastadoras. Papá siempre tuvo un respeto inconmensurable y total por su padre. Cuando hablaba de él, contaba sobre la severidad con la que lo trató, debe ser por eso que conmigo fue muy permisivo y amoroso. Me lo toleraba todo, incluso las veces que llegaba a casa cayéndome de borracho desde los doce años.
- ¿Qué pasó, Toñito? ¿Por qué vienes así?
- Papá, me encontré con mis amigos de la primaria. Tú sabes cómo son esas cosas…
- Carajo, hijito, si tu mamá se entera nos va a sacar la mierda a los dos. Anda, entra a tu cuarto sin que se dé cuenta. ¡Carajo!... saliste jodido como tu padre… puta madre.
Esa escena se repitió veces infinitas. Yo haciéndolo pasar vergüenza y él, apechugando por mí ante el mundo. Debe ser porque su padre jamás le perdonó una.
A fines de los años noventa, estuve viviendo en el Callao con mi tía María. Fue mi época dorada. El servicio militar me hizo conocer diversos tipos de gente, tipos con los que jamás me he vuelto a topar. Mi mundo, lleno de calma provinciana y experiencias silentes dieron un giro total. Amores explosivos, borracheras descomunales, amistades que hasta hoy conservo con alegría y regocijo. Fue en esa época que pude ver la última fotografía de mi abuelo. Mi tía viajó a Supe a verlo. Se fue con mi prima Julissa. Al volver, traían con ellas esa bendita foto, en ella, mi abuelo, muy distinto se veía muy a como lo recuerdo, se veía frágil, tierno, finito, acabado por el tiempo y abandonado totalmente por sus fuerzas de antaño, aparecía rodeado por las dos. Estaba sentado en una silla de mimbre en el patio de su casa de la avenida Córdoba. En esa casa, a la que fui en pocas ocasiones, en la que conocí a la triste tortuga que murió quemada por un descuido de mi abuelo. Esa casa que olía a vetusto, a distancia, a recuerdo que nunca pude atesorar. Esa casa que albergó ese último recuerdo de mi abuelo, por vivir mi mundo, mi nueva vida, preferí no asistir a su último adiós. Muchos me lo cuestionaron, pero yo tenía un motivo. En el fondo, prefería recordarlo como en mi infancia, peleando con sus amigotes para que no humillen su apellido, enamorando a mujeres imposibles, y de este modo, mostrándome una forma de vivir apasionada que, si para mí es imposible hasta ahora, sé que no está lejos, al menos en mis esperanzas.

domingo, 12 de noviembre de 2023

El cine que me dejó

 Barranca tenía tres cines en la misma calle principal, pero colocadas de manera equidistante como para que los barrios circundantes puedan acceder a ellos sin necesidad de caminar demasiado. El América se encontraba más al Sur; el Chimú, en pleno centro; y el Casanova al Norte. La primera vez que fui debe haber sido con mis padres a ver alguna película infantil. Ese dato se ha escapado a mi memoria. Los pasillos de los tres se han replicado en los cines modernos. Asientos a modo de anfiteatro griego. La iluminación era efectista porque a los niños que íbamos, nos hacía vivir una aventura llena de adrenalina cada vez que por los intermedios teníamos que ir al baño. Uno salía y, como no se veía nada, nunca sabía cómo regresar. Uno de esas veces, le dije a María, quien era la adulta que nos llevaba a algunos púberes y niños, que iría al baño. Ella me recomendó que trate de fijarme bien en los pasos de subida y la dirección en que estábamos sentados. Lo que no midió ella era que yo, incluso hoy, tengo severos problemas para diferenciar izquierda y derecha, y que los asientos están, de ida, hacía un lado, y de regreso, por ley del espejo, hacia el otro. Con todo y eso, me aventuré. Conté los pasos. Estuve tan concentrado en eso, que de pronto, me vi sorprendido en la puerta del baño. Pasé. Estaba vacío. Hasta ahí todo bien. De regreso, solo se veía la enorme pantalla, también muchas cabezas que emitían silenciosos murmullos en medio del cual empecé a bajar para buscar el lugar de donde salí. Empecé a caminar de vuelta, pero con los nervios, se me olvidó la cantidad de pasos que había contado. El descenso lo hice más lento, tanteando cada paso, tratando de descubrir algún indicio que me haga encontrar a mis amigos. El cine, como cada vez que íbamos, estaba totalmente lleno. Poco a poco, empezaba a caer en la desesperación. Cuando estaba a punto de  gritar, una mano me tomó por la muñeca.

- No vayas a empezar a llorar.

- ¿María?

- Cállate y camina conmigo.

Las películas que vienen a mi mente después de tantos años son pocas: El tulipán negro, Lulú, Parchís, La sonrisa de mamá. Estas fueron durante mi infancia. Para mi adolescencia, hay dos bloques bien marcados, para esto, hay que tener presente que fue María la que seguía liderando al grupo y como toda mujer romántica su pasión se volcaba hacia las películas hindúes, su corazón estaba conquistado por Amitabh Bachchan. Desayuno, almuerzo y cena eran su tema recurrente. Nos llevó a todos los chiquillos del barrio a verlo. Yo fui uno de los pocos varones que asistió siempre. No fue por voluntad propia. Lo que pasaba era que mis hermanas adolescentes compartían su amor secreto. Así que papá me obligaba a ir. Como nunca me han gustado las películas cantadas (y las hindúes son la joya de la corana en esto junto a las animadas de Disney), aprovechaba las dos horas para dormir a pierna suelta.

Cuando los años empezaron a pasar, los varones conseguimos uno que otro trabajo, con el dinero adquirido, nos íbamos al cine por nuestra cuenta. Esta segunda etapa me permitió disfrutar de obras como Rambo 3, las de Van Dame, también muchas otras de acción. Un dato aparte fue que en estas películas vi por primera vez los senos de una mujer. En el barrio, mis compañeros alucinaban con esos temas. Yo trataba de no quedarme atrás, pero en realidad, era un neófito en el tema, así que cuando ellos hablaban de esos temas, yo escuchaba atento para luego inventarme alguna historia y no quedar como un cojudo. Fue en una película de acción. El protagonista huía con la chica, luego, llegó la noche, ella se acostó, la chica dijo que se iba a bañar, pero en realidad solo se desnudó. Apareció de espaldas a la cámara. Luego, se le enfocó de frente y… ¡Dios mío! Lo curioso fue que esa vez, como muy pocas, María había aceptado ir con nosotros. Yo la tuve a mi lado cuando sucedió todo.

- ¡Que ricas!

Cuando ella escuchó mi comentario, solo atinó a lanzar una ligera sonrisa coqueta.

Para entrar a cualquiera de los cines, teníamos que hacer colas larguísimas. Muchas veces, esperábamos parados por algunas horas para poder comprar las entradas. A la puerta de las salas del cine Chimú se apostaban vendedores ambulantes que ofrecían sus productos a todos los que pasábamos por ahí. El ingreso era una fiesta que todos disfrutábamos de principio a fin. De niño iba a las funciones de matinee; en mi primera adolescencia, cambiamos a vermouth; y en la segunda, a noche. Lo que no cambiaba era la emoción de hacer las colas eternas mientras conversabas, el griterío de los vendedores, la ansiedad al ir baño, los gritos pidiendo silencio cuando alguien se ponía a hablar durante la proyección. El mar humano que cada fin de semana se dirigía a disfrutar de dos horas de películas lo hacía con alegría y fraternalmente.

La última vez que fui, fue todo diferente. Mi adolescencia había terminado hacía mucho. Vivía en Lima y venía de vez en cuando a visitar a mis hermanas y a mi papá. Mamá estaba en Argentina. María se había ido a Chile. Pelito, cuando llegué, me dijo que quería ver una película. Para eso, los DVD habían llegado para adueñarse de una época que fue maravillosa. Fui a comprar el disco, que estaba frente al viejo cine Chimú. A pesar que era temprano, sus puertas estaban abiertas. Me adentré con nostalgia al recordar lo que sucedió entre sus pasillos. En la cartelera, cuyo estilo no cambió en tantos años, anunciaban la película que quería ver mi hermana. Todavía estaban disponibles las tres funciones. Fui volando a casa para decirle a Pelito que se aliste que después de almorzar, iríamos al cine. Salimos a tiempo para ir caminando. Con la ansiedad de vivir todo aquello de nuevo, llevé a mi hermana casi corriendo. Cuando entré, el corredor estaba desierto. Al fondo, solo una señora, sentada con una canastita de dulces y galletas, esperaba al, hasta ahora, inexistente público. Pasamos lentamente hasta la boletería.

- Dos boletos.

- Joven, hoy no habrá función.

- No.

- ¿Por qué?

- No ve que no hay gente.

Miré a mi hermana. Ella no entendió mi gesto inefable, solo atinó a pedir que nos vayamos. Rodeé mi brazo por su hombro y tomamos rumbo hacia la entrada. Bajamos las breves escaleras y, cuando estábamos a punto de cruzar la pista para ir a comprar el DVD, nos detuvo una persona.

- ¿Joven, seguro que quiere ver la película?

Miré a mi hermana cuyo rostro decía que sí. Nos dirigimos a la boletería nuevamente, pagué las dos entradas y, sin darnos cuenta, estábamos sentados en las butacas. Jamás en mi vida he vuelto a sentir el peso de la nostalgia tan fuerte como en ese instante. Todo vacío, en silencio. Solos mi hermana y yo. De pronto, apagaron las luces que dieron inicio a la función. Por la mitad, decidí ir al baño. Regresé al poco tiempo, me senté y, al hacerlo, cayó una lágrima que anunciaba el fin de una época.